CONSIDERACIONES PREVIAS A LA ESCUELA DE LOS ANNALES
Decía el historiador y filósofo italiano Benedetto Croce que «los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico dan a toda la historia carácter de “historia contemporánea”» (Croce, 2005: p. 19). Bajo esta afirmación hemos de entender el movimiento que domina a todas las ciencias y disciplinas, que impulsa a sus practicantes a adoptar nuevas perspectivas, objetos de estudio y preocupaciones con las que renovar y expandir el conocimiento. La historia, tanto si creemos que es una ciencia como si pensamos que es otra cosa —siempre, por supuesto, sin restarle su valor y la rigurosidad que acompaña a la construcción de cualquier discurso histórico—, no escapa tampoco a esta dinámica.
¿Concebía igual el pasado un historiador de la Antigüedad que su homólogo del siglo XVII? ¿Un positivista y un ilustrado compartían la misma visión acerca de la disciplina que cultivaban? La respuesta es no. Es más, ni siquiera dos coetáneos, ni ahora ni hace cien o doscientos años, podrían haber llegado a un acuerdo acerca de qué es la historia y cómo se hace la historia. Tales cuestiones inundan los debates en revistas, congresos y libros sin que haya un claro ganador; y nunca lo va a haber, puesto que, como todo lo que ha creado el ser humano, la historia tiene una vida, una evolución, una fecha de nacimiento y otra de caducidad o, cuando menos, de renovación, al igual que sucede en todas las otras ciencias, en el seno de las cuales todo son debates enfrentados —siempre desde el respeto— entre grupos que defienden posibles resultados e hipótesis.
Lo que planteamos en las páginas siguientes es una síntesis acerca del cambio que plantearon Marc Bloch y Lucien Febvre en la construcción del saber histórico a partir de la fundación de su revista, Annales, en 1929, y de qué forma marcaron la diferencia con respecto al contexto historiográfico precedente y qué legado han dejado para los historiadores posteriores. Nos proponemos, por tanto, reflexionar, en primer lugar, más concretamente, sobre la «historia de la historia» de Annales, y, en segundo lugar, más abiertamente, en torno a su significado dentro de la tradición historiográfica de los últimos dos siglos.
LO ANTIGUO: POSITIVISMO E HISTORICISMO
La época decimonónica vio el nacimiento de muchas disciplinas científicas, entre ellas la historia. Al calor del «largo siglo XIX», la historia adquirió carta de naturaleza como ciencia dentro de las universidades, fruto de la larga reflexión formulada por humanistas e ilustrados desde el Renacimiento y de la adopción de un método de análisis crítico que venía perfeccionándose desde la época de Jean Mabillon. Convertida ya en una carrera universitaria y con cada vez más cátedras disponibles por toda Europa, la historia se convirtió en un instrumento que coadyuvó en no poca medida a moldear los nuevos estados-nación que estaban comenzando a levantarse tras las revoluciones liberales.
En la Alemania anterior a la unificación ya empezó a formarse una escuela de historiadores que aunaron el estudio de documentos con una metodología histórica crítica. Fruto de este sinecismo, B. G. Niebuhr publicó entre 1811 y 1812 una Historia romana que se convirtió en el precedente de un gran abanico de trabajos. Poco después ampliaría esta labor Leopold von Ranke, autor de una extensa obra sobre historia política y diplomática de la Europa moderna en la que defendía el uso de una metodología de corte positivista basada en el trabajo con documentos de archivo originales debidamente autentificados y cotejados: para él, «La tarea del historiador» consiste en «exponer lo que realmente sucedió», sin que se produzca ningún tipo de interferencia del investigador entre los hechos y los documentos en los que se encuentran encerrados (Ranke, 1973: p. 5). Esta visión empirista del método historiográfico se encuentra en la base del «historicismo», esto es, una filosofía de la historia según la cual los hechos históricos no pueden comprenderse mediante categorías universales, ya que cada hecho es único e irrepetible, por lo que sólo pueden ser entendidos en su contexto particular. Ejemplo de este tipo de historia rankeana es, también, la Historia de Roma (1854) de Theodor Mommsen, entre otros muchos autores (Moradiellos, 2009: pp. 151-164).
Muy pronto surgieron escuelas históricas nacionalistas en otros países. Destacaremos aquí la surgida en Francia, donde desde los primeros años del siglo XIX comenzaba a gestarse un grupo de historiadores, entre los que se contaban nombres conocidos como Jules Michelet y Auguste Thierry, que se encargaron de confeccionar un relato glorificador de la nación francesa. Sin embargo, hasta la década de 1870 no se consolidó realmente una escuela francesa similar a la que se había formado en Alemania. En este caso, fue el positivismo de Auguste Comte y el acercamiento a las ciencias sociales en cuanto a metodología lo que marcó el desarrollo de los estudios históricos, que, al igual que sus homólogos alemanes, defendían la objetividad total en las investigaciones y el papel secundario del historiador en el proceso de creación del conocimiento. Este modus operandi fue consagrado en la célebre obra de Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos, Introducción a los estudios históricos (1898), en la que se definen las principales características del método positivista (Langlois y Seignobos, 2003).
Eso sí, estos historiadores estaban, empero, condicionados igualmente por los mismos paradigmas presentistas y nacionalistas que los historicistas alemanes. Véase a modo de ejemplo la obra de Numa Fustel de Coulanges: el autor de la célebre La cité antique (1864) publicó unos años más tarde una Histoire des institutions de la France (1874) que pretendía demostrar la superioridad de las instituciones francesas sobre las alemanas, en una clara crítica a las tesis expuestas por Johann Droysen en los catorce volúmenes de su Geschichte der Preußischen Politik (1855-1886), que establecían exactamente lo contrario (Fuster, 2020: pp. 92-93).
LO NUEVO: BLOCH, FEBVRE Y SU REVISTA
En los primeros años del siglo XX surgieron una serie de propuestas alternativas a la forma de hacer historia practicada hasta entonces. Si bien en principio tuvieron poco eco y fueron despreciadas por la historiografía, estos nuevos enfoques fueron paulatinamente ganando terreno hasta que, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, uno de ellos pudo imponerse y convertirse en la regla a seguir por los historiadores franceses.
Los fundadores de Annales, de los que hablaremos a continuación, pretendían luchar contra esa historia que, según describió Paul Valéry, es el producto más peligroso que la química del intelecto ha elaborado nunca. Conocemos sus propiedades. Hace soñar, emborracha a los pueblos, exagera sus reacciones, mantiene abiertas las viejas heridas, las atormenta cuando están reposando, los conduce al delirio de las grandezas o al de la persecución; y hace que las naciones sean amargas, soberbias, insoportables y vanas (Valéry, 1931; cit. en Congost, 2004: p. 66).
Marc Bloch se hacía eco de este pasaje en su famosa Apología para la historia también, y se proponía realizar un envite contra ese tipo de historia y construir un conocimiento científico, interdisciplinar y más riguroso, alejado de los relatos nacionalistas que habían provocado, al menos en parte, la carnicería iniciada en verano de 1914 (Bloch, 1996: pp. 46-47). Las aportaciones de Bloch y de su compañero, Lucien Febvre, se unen a otras voces que ya desde los años alrededor del cambio de siglo defendían un acercamiento de la historia a otras disciplinas y otros temas de estudios diferentes de la «historia desde arriba», la historia político-institucional y las biografías de los héroes nacionales, como la fundación de la Revue de Synthèse Historique en 1900 por Henri Berr o la labor del historiador belga Henri Pirenne con sus estudios sobre las ciudades —Les villes du Moyen Âge, 1927— y la socioeconomía en la Edad Media —Histoire economique et sociale du Moyen Âge, 1933 (Burke, 1990: pp. 16-18).
La revista Annales nació en un ambiente enrarecido. Sus codirectores, Marc Bloch y Lucien Febvre, tenían un bagaje vital extremadamente rico a nivel intelectual, pero también habían pasado por una serie de experiencias que forjaron a fuego lento su carácter, su personalidad, y sobre todo su oficio como historiadores.
Bloch, de familia judía, era hijo de otro historiador, Gustave Bloch, profesor en la Sorbona con una particular debilidad por el estudio de las clases menos afortunadas de la sociedad romana; la juventud de nuestro primer protagonista transcurrió a caballo entre el Affaire Dreyfus, que conmocionó a la opinión pública francesa, y la Primera Guerra Mundial, donde combatió, fue herido y vivió de primera mano las inclemencias del conflicto (Fink, 2004: pp. 17-85).
Febvre, por otro lado, era unos años más mayor que su amigo. Hijo de universitarios, desde muy pronto se interesó por el estudio del pasado; su tesis sobre Felipe II y el Franco Condado, leída en 1911, constituye uno de los primeros trabajos sobre historia social y de las mentalidades. Participó en la Gran Guerra sirviendo en el frente y a su regreso se le encargó la reanudación del curso académico en la Universidad de Estrasburgo, donde conoció a Marc Bloch (Lapeyre, 1970: pp. 151-153).
La liquidación de la Universidad alemana de Estrasburgo y la implantación de una nueva siguiendo el modelo francés propició el encuentro entre nuestros dos protagonistas, que desde 1919 y durante los años siguientes trabajaron muy intensamente en diversos proyectos. Lucien Febvre presentó por primera vez el proyecto de la revista en el quinto Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Bruselas en 1923. En ese momento la idea era crear un espacio que rebasara las fronteras nacionales y conectara a historiadores de todas las nacionalidades; sin embargo, la coyuntura internacional —el recuerdo de la Gran Guerra estaba todavía fresco— y las enemistades entre alemanes y franceses hicieron imposible acometer una empresa de tanta envergadura.
Finalmente, en 1928 ambos acordaron poner en marcha la nueva revista, llamada Annales por inspiración en los Annales de Géographie fundados por Paul Vidal de la Blache, el gran renovador de la disciplina geográfica en Francia por el que Lucien Febvre sentía una gran admiración. Poco después Bloch anunció la inminente publicación del primer número en el sexto Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Oslo, el cual finalmente vio la luz al año siguiente. Marc Bloch y Lucien Febvre se convirtieron en codirectores de la nueva revista francesa tras rechazar la dirección Henri Pirenne y en los máximos representantes de la primera generación de una escuela histórica llamada a revolucionar las formas de hacer historia (Fink, 2004: pp. 132-134).
Annales d’Histoire Économique et Sociale era el título completo que tuvo la revista en el momento de su fundación. Era, también, toda una declaración de intenciones por parte de sus creadores. Marc Bloch y Lucien Febvre, como se ha dicho en el apartado anterior, tenían inquietudes históricas que iban más allá de las líneas convencionalmente explotadas por los historiadores hasta ese momento: se habían interesado por la psicología, pusieron la lupa sobre las clases campesinas y la servidumbre, se interesaron por la historia cultural y de las mentalidades, además de acercarse a disciplinas como la geografía. Durante los decenios de 1920 y 1930 fueron definiéndose las líneas de actuación de ambos compañeros y la naturaleza de sus investigaciones, unos caracteres que quedaron imprimidos para la posteridad en los primeros números de su revista y que sirvieron de referencia para varias generaciones.
Los directores querían unos Annales marcados por la interdisciplinariedad y el acercamiento entre disciplinas, un elemento que estaba bien presente en algunas de sus obras anteriores. En el consejo de redacción de la revista figuraban nombres pertenecientes a campos diversos, como el geógrafo Albert Demangeon, el sociólogo Maurice Halbwachs, el economista Charles Rist, el politólogo André Siegfried y otros cuatro historiadores entre los que se contaba el célebre Henri Pirenne (Fink, 2004: pp. 134-135). Los mismos Bloch y Febvre explotaron en sus obras las posibilidades que surgían de la colaboración con otros saberes, en particular de la psicología: fruto de este interés vieron la luz Los reyes taumaturgos (1924) de Bloch, un clásico de la historiografía y precedente de la posterior «historia de las mentalidades» practicada por la generación de Le Goff; varios artículos de lo que Febvre denominó «psicología histórica» y su El problema de la incredulidad en el siglo XVI: la religión de Rabelais (1947) (Burke, 1990: pp. 23-34). Ya preconizaba esto Febvre al instar a los historiadores a salir de su propia disciplina: «Sed geógrafos, historiadores. Y también juristas, y sociólogos, y psicólogos; no hay que cerrar los ojos ante el gran movimiento que transforma las ciencias del universo a una velocidad vertiginosa» (Febvre, 1982: p. 56).
En la misma obra de la que procede la cita anterior, Combates por la historia (1953), Febvre escribía que «Plantear un problema es, precisamente, el comienzo y el final de toda historia. Sin problemas no hay historia» (Febvre, 1986: p. 42). Otra de las metas perseguidas por Annales fue la de instaurar la historia-problema como motor del conocimiento histórico. El problema, esto es, la pregunta, es la base sobre la que se debe construir una explicación que debe tener como objetivo último su respuesta. Las cuestiones debían poner en relación el pasado que se pretende estudiar con el presente en el que vive el historiador. Hemos mencionado unas páginas atrás el interés que tenía Gustave Bloch por las clases bajas. ¿No podría ser este uno de los motivos por los que su hijo se interesaría después en estudiar al campesinado y la sociedad feudal? El abandono de la «historia desde arriba» y el estudio de otros grupos sociales ¿no podría ponerse en relación con la aparición de una sociedad de masas a inicios del siglo XX y su acceso a la democracia y a la participación en la política?
El historiador, por lo tanto, pasaba de ser un sujeto pasivo a ejercer un papel decisivo en la construcción del saber, puesto que su obra sería, por un lado, hija de su tiempo y, por otro, heredera de sus propias experiencias vitales. Con esto, nuestros protagonistas se oponían a sus maestros, los positivistas, según hemos tenido ocasión de comprobar en el apartado anterior.
En su Apología para la historia, Bloch dedica la primera nota a pie de página a dejar clara su total oposición: «En lo que me opongo, desde el principio y sin haberlo intentado, a la Introducción a los estudios históricos de Langlois y Seignobos» (Bloch, 1996: p. 41, nota 1). Oposición no sólo a la forma de entender la disciplina, sino también a la metodología y a las fuentes utilizadas: si un positivista, solamente considera como fuente de información fiable los documentos de archivo, Febvre y Bloch, así como sus discípulos, defenderán el uso de tantos tipos de restos del pasado como sea posible, desde un texto a un cuadro o el mismo paisaje (Febvre, 1986: p. 232; Moradiellos, 2009: pp. 202-203).
Es también destacable la apuesta por la historia comparativa que tanto defendió y practicó Marc Bloch, como se ve en su La sociedad feudal (1940) cuando compara el Occidente posterior al año mil con el sistema japonés (Bloch, 2002: pp. 459 y ss.), y la superación de los períodos convencionales en los que se había venido compartimentando el pasado, siendo el estudio ya mencionado del poder curativo de los reyes un ejemplo de ello y el precursor directo de la longe durée braudeliana.
Novedosos fueron también sus objetos de estudio y las temáticas por las que transitaron, oponiéndose en ello a la historiografía centrada en la política y las instituciones de gobierno que prácticamente había monopolizado la disciplina hasta ese momento. En algunos de los títulos mencionados anteriormente ya nuestros dos protagonistas comenzaron a explorar otros campos, como la historia del campesinado, la historia rural o la historia de las mentalidades. La socioeconomía será el caballo de batalla de Annales, sobre todo de su primera y segunda generación, abundando los trabajos dedicados a los grupos sociales situados en los extremos, la demografía, el comercio y la globalización… Por el contrario, la historia política, la biografía de los grandes personajes y temas similares quedaron completamente defenestrados (Burke, 1990: pp. 28-36; Moradiellos, 2009: pp. 207-215; Baldó, 2013: pp. 259-292).
EL LEGADO: DE LA SEGUNDA GENERACIÓN AL «DESMIGAJAMIENTO»
Una propuesta rompedora. Así podríamos definir la apuesta de Bloch y Febvre, sobre todo en un ambiente académico poco proclive a salir del estudio de lo político; las circunstancias políticas y sociales de los dos decenios que separan la Gran Guerra de la Segunda Guerra Mundial sirvieron, sin embargo, para consolidar esta alternativa al positivismo y al historicismo, aunque sin alcanzar grandes metas.
Después de la guerra, sin embargo, muerto Bloch en 1944 por su colaboración con la resistencia francesa ante la ocupación nazi y con la revista en manos de Febvre, se iniciaba una nueva etapa marcada por el crecimiento de la escuela —también de transición, en opinión de Carlos Aguirre— y la conformación de una nueva generación de historiadores en torno a una nueva institución: la sexta sección de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, fundada en 1947 (Aguirre, 2005: pp. 97-99).
Tomando las elocuentes palabras de Peter Burke, «Annales había comenzado siendo la publicación de una secta herética. […] Sin embargo, después de la guerra la revista se transformó en el órgano oficial de una iglesia ortodoxa» (Burke, 1990: p. 37), consiguiendo imponerse dentro de Francia y exportando sus propuestas a otros países (Fuster, 2020: pp. 95-96). Así las cosas, tras la muerte de Lucien Febvre en 1956 la revista —conjuntamente con Robert Mandrou hasta 1962— y la dirección de la sexta sección cayeron en manos de Fernand Braudel, en un momento de cambios y de profundas reflexiones en el seno de la historiografía luego del final de la Segunda Guerra Mundial.
Este acto inaugura la segunda generación de Annales, siguiendo la cronología establecida por François Dosse, caracterizada por el auge de los estudios económicos y la «historia serial», esto es, la extracción sistemática de datos cuantificables de las fuentes y la confección con ellos de gráficos y tablas (Dosse, 2006). En esta época, a caballo entre los años cincuenta y sesenta, domina en la producción historiográfica los trabajos centrados en cuestiones económicas y demográficas, y la aparición de nuevos objetos de estudio distintos del individuo o los grupos sociales, como las regiones o el clima, al tiempo que se produce el acercamiento a la estadística, la antropología y otras disciplinas (Dosse, 2006: pp. 93-94). La gran obra característica de este período es El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949), la célebre tesis de Braudel. Concebida en principio como un estudio de la diplomacia del monarca Habsburgo, después fue reconvertida en un trabajo no centrado en la figura de un monarca, como lo habían sido la mayoría de los textos historiográficos hasta la fecha, sino en un mar, el Mediterráneo, que el autor comienza describiendo en los primeros capítulos (Braudel, 1987: parte I, caps. 1-4). Al mismo tiempo, su discurso examina tres tipos de cronologías: las ya mencionadas de larga duración, que abarcan varios siglos de extensión; las coyunturas de duración media y, por último, los acontecimientos desarrollados en cortos espacios temporales (Baldó, 2013: pp. 273-275).
Bajo la dirección de Braudel comenzó a formarse un nuevo grupo de historiadores del que formaban parte, entre otros, Georges Duby, Pierre Chaunu, Emmanuel Le Roy Ladurie, Jacques Le Goff, Ernest Labrousse o Pierre Goubert, dedicados mayoritariamente al estudio de las estructuras sociales y los distintos grupos rurales y urbanos presentes en la Europa preindustrial. Por poner algunos ejemplos, Chaunu intentó reproducir el estudio braudeliano del Mediterráneo con el Atlántico, dando como resultado una obra, Sevilla y el Atlántico (1955-1960), considerada la tesis doctoral más extensa producida hasta la fecha (Burke, 1990: p. 59); por la misma época salió a la luz el estudio de Le Roy Ladurie sobre el campesinado languedociano, Les paisans de Languedoc (1966), y diversos de carácter regional como el de la tesis de Georges Duby, La société aux xie et xiie siècles dans la région mâcconaise (1952), o el más conocido de Pierre Vilar, Cataluña dentro de la España moderna (1962), en el que el autor, pese a que no se consideró nunca como parte del grupo braudeliano, se vio influido enormemente por Annales (Aguirre, 2005: pp. 113-114).
Las convulsiones sociales de mayo de 1969 y los nuevos tiempos tuvieron profundos efectos en la producción de Annales. En 1972, Fernand Braudel abandonó la dirección de la revista por discrepancias internas y su puesto pasó a ocuparlo Jacques Le Goff, iniciándose una nueva etapa marcada por una mayor heterogeneidad en los estudios, el incremento de la presencia académica y social, y un mayor interés por el estudio de la cultura y las mentalidades (Burke, 1990: pp. 92-93). Se puede realizar una lectura de la década de 1970 en clave de grandes cambios en el seno de la historiografía; Laurence Stone ya pudo apreciar a la altura de 1979 que los modelos «clásicos» que habían servido para hacer historia hasta ese momento —esto es, el marxismo británico, el grupo de Annales y la cliometría norteamericana— estaban mostrando síntomas serios de agotamiento (Moradiellos, 2009: pp. 233-234).
Los tiempos habían cambiado. La generación formada bajo la tutela de Braudel había salido al exterior, muchos de ellos sabían inglés y, a diferencia del maestro, habían interactuado con el mundo anglosajón y realizado estancias en Estados Unidos y otros países, empapándose de los nuevos enfoques, conceptos y metodologías que se daban en esos lugares.
Si antes había dominado el acercamiento a la geografía, la economía y la sociología, a partir de ese momento iban a estar muy presentes la antropología, la filosofía y, de nuevo, la psicología (Aguirre, 2005: p. 120). La lectura de las obras de Michel Foucault y la irrupción del posmodernismo generaron una serie de críticas en torno a la «antigua historia» y sus limitaciones.
Además, por vez primera se introdujo a la mujer en el discurso histórico y comenzaron a ser estudiadas con la misma dedicación que se había puesto a la otra mitad de la sociedad, siendo destacable el trabajo realizado por Michelle Perrot y Georges Duby con los cinco volúmenes de su Historia de las mujeres (1990-1991) y otros tantos trabajos que marcaron las bases para la posterior historia de género; aunque tímidamente, también se recuperó el cultivo de la biografía y el estudio de los acontecimientos políticos, relacionados con el «resurgimiento de la narrativa» que identificaba Laurence Stone (Stone, 1979: pp. 3-24), que dieron como resultado estudios como Le dimanche de Bouvines (1973) y Guillermo el mariscal (1985) de Duby, o el trabajo de microhistoria Montaillou, aldea occitana (1975) de Le Roy Ladurie. Todos ellos fueron éxitos de ventas (Aguirre, 2005: pp. 127-128; Moradiellos, 2009: pp. 235-236).
La cada vez mayor recepción de nuevas influencias y la adopción de nuevos puntos de vista constituía la base de lo que Jacques Le Goff presentó como «la nueva historia» en una obra colectiva homónima (Le Goff, 2006); antes, en una obra más extensa que coordinó junto con Pierre Nora, Hacer la historia (1974), ya se habían sentado las bases de estas nuevas perspectivas (Le Goff y Nora, 1984). La nouvelle histoire se caracterizaba, a partir del acercamiento a las disciplinas mencionadas antes, por el estudio de las mentalidades, la cultura y lo cotidiano, aunque no se puede adscribir a todos los miembros de esta generación sólo a estos campos. Representativa del amplio abanico de temas que tocaron los terceros Annales la dilatada obra de Jacques Le Goff, que reúne títulos tan dispares como Los intelectuales en la Edad Media (1957), Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval (1984), La bolsa y la vida (1986) o Una historia del cuerpo en la Edad Media (2003).
A finales de la década de 1980 se produce otro hito. La caída del muro de Berlín saca a relucir de nuevo debates y reflexiones, en un momento además en el que la labor de los annalistas de la tercera generación presenta signos de enfermedad. A partir de este momento algunos autores han hablado de una «cuarta generación» de Annales, en la que figurarían Roger Chartier y Alain Boureau, entre otros, y que se centraría en el estudio, por un lado, de la cultura y las prácticas culturales, tema en el que destacan las contribuciones de Chartier sobre la cultura escrita, la lectura y la alfabetización en las épocas medieval y moderna; por otro lado, si bien se mantiene, pero con reflexiones más profundas y rompedoras, el diálogo con la antropología, en este momento pasa a recuperarse también el interés por la socioeconomía y la historia global braudeliana, relanzándola en un momento de intensos cambios a nivel político y económico (Aguirre, 2005: pp. 157-175).
CONCLUSIONES
Lo cierto es que en este largo trayecto iniciado en 1929 se han producido numerosas rupturas, acompañadas, eso sí, de continuidades y del rescate en ocasiones de antiguas herencias; a finales del siglo XX la «historia total» de los primeros tiempos había dado paso al «despedazamiento» o «desmigajamiento» de la historia. Cada pedazo en una parcela diferente, cada campo cultivado por sus especialistas con sumo cuidado y cariño, la tendencia que se puede apreciar es a la especialización y a la multiplicación de los objetos de estudio, entre los cuales ya no sólo se encuentra el ser humano. Poco sentido parece tener ahora la definición que Bloch tenía de su disciplina como «ciencia de los hombres en el tiempo»; se ha hecho historia desde entonces, como hemos visto, de mares y océanos, de regiones y ciudades, ¡del clima incluso, y desde unas pocas décadas hasta de las emociones! Pese a las numerosas críticas que se han vertido contra ella con el devenir de los tiempos, tanto desde una generación a otra como desde otras posiciones como el posmodernismo, la herencia de Annales para la historiografía no puede bajo ningún concepto soslayarse.
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