Según explicábamos en el artículo anterior, el año 1137 constituye la fecha, aceptada por todos los historiadores, en que la Corona de Aragón obtuvo carta de naturaleza. Esto es así gracias al matrimonio que se acordó (y que se materializaría en 1150) entre el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV y la joven Petronila, que aportó los derechos al trono de Aragón, reino que atravesaba una crisis tanto a nivel interno como en el panorama internacional, fruto de la muerte sin herederos de Alfonso I el Batallador en 1134 y su polémico testamento.
Nacía así una nueva monarquía compuesta sin parangón en Europa que supo adaptarse notablemente bien a las circunstancias en sus más de quinientos años de existencia hasta su disolución con la Nueva Planta borbónica, al alba del siglo XVIII. Lo que nos proponemos en el presente artículo es narrar los primeros años de vida de la Corona de Aragón, fundamentalmente centrándonos en la época de Ramón Berenguer IV (1137-1162).
Conde de Barcelona y príncipe de Aragón
El acuerdo entre Ramiro el Monje y Ramón Berenguer IV dejó en manos de este último el control del reino de Aragón en calidad de príncipe, no de rey, según vimos, aunque de facto su autoridad era incontestable, habiéndose retirado el hermano del difunto Batallador a un monasterio, donde fallecería en 1157. El conde barcelonés se encargó de llegar a un acuerdo con el rey Alfonso VIII de Castilla por un lado y con las órdenes militares y el papa por otro. Se comprometió a convertirse en vasallo del castellano y a asistirle en tiempos de necesidad, mientras que también rendía obediencia a la Santa Sede en un contexto en el que ésta intentaba reafirmar su autoridad frente al poder laico; las órdenes militares fueron compensadas por la renuncia a los derechos que les confería el testamento del Batallador sobre el reino con la concesión de algunos castillos, además de la promesa de una quinta parte de los beneficios de las campañas venideras. La plena capacidad con que actúa Ramón Berenguer evidencia su absoluto dominio personal sobre Aragón, a pesar de que nunca se intituló como rey.
En 1137, la nueva monarquía dual comprende territorios muy diversos y recientemente expandidos por medio de la fuerza de las armas. Las dinámicas expansivas del feudalismo y la violencia caballeresca llevaron a las fronteras de la cristiandad latina a grandes masas de caballeros deseosos de obtener un trozo del pastel bajo la forma de tierras o incluso con la concesión de un feudo que les permitiera ascender en la escala social.
Así las cosas, coincidiendo con el fin de la unidad de al-Ándalus y la existencia de unas débiles, convulsas y fragmentadas taifas, toma un gran impulso el avance de los feudales. La convocatoria de la Segunda Cruzada en 1147 y las predicaciones de San Bernardo de Claraval coadyuvaron a extender hacia la península y otras zonas fronterizas distintas de Tierra Santa la ideología de cruzada: desde ahora, se haría la guerra santa a todos los enemigos de Cristo fuese donde fuese.
Según veíamos en el artículo anterior, Aragón había dejado de ser desde comienzos del siglo XII un reino montañés con la conquista de toda la taifa de Zaragoza. La toma de esta ciudad en 1118 supuso un avance significativo para el nuevo Estado, que ahora se consolidaba en torno al valle del Ebro y abría nuevos horizontes de conquista más al sur. Alfonso el Batallador continuó durante los siguientes años una expansión que sólo se detuvo con su muerte en 1134, dejando en su testamento la herencia a las órdenes militares nacidas al calor de la cruzada. La crisis sucesoria se saldó con el pacto entre Ramiro el Monje, que había sido traído por la nobleza aragonesa desde su obispado de Roda-Barbastro, y el conde de Barcelona, el ya mencionado Ramón Berenguer, que por su matrimonio con Petronila quedó al cargo del reino.
Los territorios que unas décadas después comenzarán a ser conocidos con el nombre de Cataluña continuaban estando, aún con la unión, fragmentados. El condado de Barcelona y el reino de Aragón, para 1137, no tienen conexión territorial, puesto que, por un lado, están los dominios musulmanes de Lleida y Tortosa y, por otro, los condados independientes de Pallars y Urgell. Estos territorios serían incorporados o conquistados en las décadas siguientes, como tendremos ocasión de ver en a continuación.
Las grandes conquistas en el Sur
Hacia los años 1140, la decadencia de los almorávides es palpable. La dinastía de origen africano que había conseguido construir un imperio desde Marrakech hasta el Tajo se derrumbó en medio de las convulsiones que vieron nacer un nuevo imperio, el de los almohades, circunstancias que fueron aprovechadas por los poderes andalusíes para independizarse de nuevo. El más importante de estos nuevos reinos es el creado por Ibn Mardanish, el Rey Lobo, a caballo entre Murcia y Valencia. Coincidiendo con la Segunda Cruzada y esa extensión de la ideología de cruzada a otras fronteras de la cristiandad, aragoneses y castellanoleoneses consiguen conquistar Almería en 1147, aunque sólo la mantendrán durante un decenio.
Sabiendo que Lleida y Tortosa estaban aisladas, y contando con el respaldo de sectores feudales y burgueses, además de con la experiencia de la campaña almeriense, Ramón Berenguer IV se lanzó a la conquista de esas tierras. Su objetivo era el sometimiento de ambas ciudades, ya que al conquistarlas les seguirían con naturalidad las tierras que dependían socioeconómicamente de ellas. El conde entró en Tortosa en 1148 con la ayuda de los genoveses y la orden del Temple, y al año siguiente en Lleida, en una empresa conjunta realizada con el conde Ermengol VI de Urgell. Eran territorios densamente poblados, fortificados y con núcleos urbanos que había que tomar por asalto y, por ende, requería grandes recursos bélicos y financieros para acometer la campaña de conquista. Sólo quedaron los enclaves de Siurana, Miravet y Prades, que no cayeron hasta 1153.
En 1149 se firmó un pacto con Ibn Mardanish por el que se sometía al pago de parias (25.000 maravedíes en 1168) a cambio de protección frente al creciente poder de los almohades. En 1151, el conde y Alfonso VII se repartieron las zonas de expansión mediante el tratado de Tudillén: las taifas de Valencia, Denia y Murcia quedaban en manos de la Corona de Aragón, además de acordar la conquista de Navarra. Estos pactos facilitaron la articulación de los territorios recientemente conquistados en el curso bajo y el delta del Ebro mediante un reparto jerarquizado del territorio, la creación de redes de poder feudal (señoríos) y eclesiásticas (obispados y parroquias), donación de grandes heredades a caballeros, otorgamiento de cartas de poblamiento colectivas y establecimiento de campesinos, artesanos y mercaderes en las nuevas tierras.
La súbita y extensa expansión impuso una rápida articulación del territorio de acuerdo con un modelo feudal en el cual cada individuo queda bien definido como sujeto fiscal y objeto de jurisdicción. La operación de colonización implicaba la destrucción de la sociedad autóctona y el impulso de un proceso de sustitución mediante el asentamiento de colonos procedentes de las regiones del norte. La conquista de las ciudades del valle del Ebro se revolvió mediante capitulaciones: los andalusíes podían elegir entre el exilio o permanecer allí. Esta oferta se hacía a una población sensiblemente reducida a causa de las bajas producidas por los combates y los efectos del sitio.
Tanto en Tortosa, donde se formó un barrio específico, la villa sarracenorum, como en las otras localidades de la Ribera del Ebro, las comunidades andalusíes se constituyeron en aljamas con personalidad jurídica propia como colectivo segregado. De ahora en adelante, se regirían por sus propias leyes y a través de sus instituciones, los cargos de la cual (cadíes, alfaquíes…) recaerían en miembros de la comunidad subordinados a la autoridad del conde de Barcelona o a sus representantes. No está claro que porcentaje de musulmanes optaron por irse y cuántos decidieron quedarse, pero en las décadas siguientes, según muestran las fuentes, sólo hay dos ciudades con una comunidad numerosa de andalusíes: Tortosa y Benifallet. Hay poca información sobre los mudéjares, pero suficiente para mostrar las condiciones de segregación y exclusión bajo unas formas determinadas de control que permitían la explotación rentable de mano de obra mudéjar por parte de los colonos cristianos.
Intereses allende Pirineos: Occitania
Desde el siglo XI, los condes de Barcelona habían establecido una serie de contactos con los territorios más allá de la cordillera pirenaica con el objetivo de extender su área de influencia. Occitania, al sur del Loira, constituía entonces un gran mosaico de señoríos en teoría subordinados a la monarquía de los Capeto, si bien en la práctica actuaban con total libertad. La falta de sujeción al trono francés es la causa de que, por un lado, en este territorio la autoridad real brillase por su ausencia, mientras que, por otro, otros soberanos, como los condes catalanes, primero, y más adelante la Inglaterra anglonormanda, trataran de extender su tentáculos por la zona.
Ramón Berenguer III, padre de nuestro protagonista, había conseguido atraer hacia su esfera de influencia el condado de Provenza y otros lugares como Carcasona. A su muerte en 1131, Ramón Berenguer IV recibió el dominio de los condados catalanes más los de Carcasona y Rasez; el marquesado y condado de Provenza, así como otros señoríos cercanos, quedaron en manos de su segundogénito, Berenguer Ramón I.
Con la creación de la Corona de Aragón en 1137 la empresa pirenaica recibió un nuevo impulso gracias a la ampliación de los horizontes anexionadores a las zonas occidentales de la región, cerca de Gascuña, La política occitana del príncipe de Aragón se basó en la extensión de su influencia en detrimento de su gran rival, el conde de Tolosa, para lo cual organizó, casi la final de su reinado, en 1159, una gran alianza con poderes locales (los Trencavel de Béziers, Montpellier y la Inglaterra de Enrique II, entre otros) mientras aseguraba su control sobre Provenza.
Últimos años y muerte de Ramon Berenguer IV
Las conquistas en la Cataluña Nueva y al sur de Aragón reportaron un enorme prestigio al príncipe de Aragón, quien además había extendido la influencia de su dinastía sobre el sur del Languedoc. Sus contactos diplomáticos con Castilla, facilitados por su vínculo familiar con Alfonso VII (el Emperador estaba casado en primeras nupcias con su hermana Berenguela) habían asegurado para la naciente Corona una zona de expansión hacia el sur y la paz con su poderoso vecino, al cual debía prestar ayuda en calidad de vasallo.
Luego de un alumbramiento malogrado poco después del casamiento, hacia 1152, en 1157 el matrimonio con Petronila dio sus primeros frutos: había nacido su primogénito, llamado Alfonso en honor al Batallador, al que le siguieron en los años posteriores otros tres hijos y una hija, con lo cual la dinastía quedaba asegurada en lo sucesivo. Sin embargo, rompió con la tradición familiar, seguida también en otras partes del Occidente medieval, de repartir la herencia a partes iguales entre todos los hijos: Aragón y el condado de Barcelona quedarían en manos del futuro Alfonso II y los otros vástagos recibirían condados y señoríos, pero habiendo de jurar lealtad y sometimiento a su hermano.
En 1162, Ramón Berenguer IV decidió emprender un viaje hacia el Imperio con la intención de entrevistarse personalmente con el emperador Federico Barbarroja para defender el dominio que su sobrino tenía sobre Provenza. Sin embargo, no llegó a completar el viaje, muriendo en verano de ese año en el norte de Italia poco después de dictar su testamento y asegurar la herencia que recibiría cada uno de sus hijos.
Dos años después, en 1164, Petronila confirmó el traspaso de su herencia al ya rey Alfonso II, recibiendo así plena posesión tanto de Aragón como del condado de Barcelona, una herencia preservada y aumentada por las acciones de su padre durante los veinticinco años anteriores. Comenzaba entonces en la Corona de Aragón la sucesión de condes-reyes que se prolongaría durante el resto de la Edad Media.
Bibliografía
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