I. Introducción

En el mapa político mundial actual, pueden observarse un gran abanico de formas de administración del Estado, tanto centralistas como parcial o totalmente descentralizadas. Es el caso, para lo primero, de la República Francesa o la España previa a la promulgación de la norma de 1978; la segunda condición, a la cuál llamaremos federal o confederal, sería el caso de los cantones suizos, los Länder de la RFA o nuestro estado actual de las autonomías.

Muchas de estas fórmulas hunden sus raíces en épocas anteriores, y, salvando las distancias, en gran medida son herederas de los siglos medievales, tiempo en que comenzaron a tomar forma la mayor parte de los Estados actuales del viejo continente. Tal es el caso de la monarquía dual en la Corona de Aragón.

La Corona de Aragón es una de estas naciones originadas en la Edad Media que algunos historiadores como Jaume Sobrequés han definido como una «entitat política regida per una estructura de tipus confederal sense cap paralel·lisme rellevant a l’Europa d’aquells segles» (1987, p. 14).

Se trataría, pues, de un conglomerado de reinos muy diverso que, con el paso del tiempo, acabó abarcando grandes porciones del Mediterráneo occidental y convirtiéndose en una potencia marítima de primer orden. Una monarquía compuesta, por tanto, unida por la figura del monarca en la que cada estado tenía voz, leyes e instituciones propias. A continuación, podremos comprender las circunstancias en las que se fraguó la unión entre el Reino de Aragón y los condado de Barcelona en el año 1137, de la cual surgió la Corona de Aragón. Repasaremos brevemente la situación previa a la unión para, después, poder comprender los sucesos acaecidos en Aragón entre 1134 y 1137 que ocasionan la unión con el casal de Barcelona. Por último, expondremos las consecuencias que se desprenden de la unión dinástica en varios niveles, así como, también, las interpretaciones historiográficas que se han formulado al respecto.

II. Aragoneses y catalanes en vísperas de la unión

La Marca Hispánica, fundada por Carlomagno entre los siglos VIII y IX, supone la génesis y, a la vez, el antecedente común de las dos entidades políticas que abarcaremos (Aragón y Cataluña).

Tras la muerte de Carlomagno, en el contexto de luchas internas dentro del imperio, no tardaron en actuar por libre y aparecieron dinastías autóctonas que, poco a poco, consolidaron su posición al tiempo que desoían el mandato de los francos. Con la independencia no tardaron en separar sus caminos, sin apenas tener contacto durante los siglos siguientes, al menos hasta los sucesos que aquí narramos (Kosto, 2017, p. 78). Veamos más detenidamente la trayectoria histórica de cada uno de ellos.

Un mosaico feudal: los condados catalanes

Como se ha dicho, tanto Aragón como Cataluña nacieron de la marca fronteriza creada por los francos como colchón frente a la presión de los emires cordobeses. Una serie de condados fuertemente militarizados fueron instalados en la vertiente sudoriental de los Pirineos que, debido a los combates entre los hijos de Luis el Piadoso, no tardaron en emanciparse (véase mapa 1). Fue la familia de Wilfredo el Velloso (870-897), último conde designado desde Aquisgrán, la que consiguió imponerse en la mayoría de condados a fines del siglo IX. Para la centuria siguiente los condados ya no prestaban juramento de vasallaje a la monarquía franca (Narbona, 2015, pp. 130-131).

Monarquía dual
Mapa 1. Los condados catalanes, siglos IX-XII (Narbona, 2015)

Paulatinamente fue imponiéndose la hegemonía de los condes de Barcelona sobre el resto (Cerdaña, Pallars, Rosellón, Urgel…) coincidiendo con el cambio de milenio y el derrumbamiento del califato Omeya, debido, según Adam Kosto, a su mejor posición con respecto a la frontera, y por tanto mayor facilidad para lanzar campañas militares (Kosto, 2017, p. 77). En estos años se aprecia también la transición de los poderes cristianos, hasta ese momento a la defensiva frente a la política agresiva de los amiríes: el conde de Barcelona, así, pasó de soportar la destrucción de su capital el año 985 a encabezar un asalto contra la capital cordobesa en 1010, llevándose consigo un gran botín.

El siglo XI fue, a grandes rasgos, una época de expansión, coincidiendo con el desarrollo de la «revolución feudal», sobre todo durante el reinado de Ramón Berenguer I (1035-1076). Su muerte marcaría el inicio de los enfrentamientos entre sus hijos, lo que no cesaría hasta que, a finales de siglo, accediera al trono Ramón Berenguer III, quien volvió a poner en marcha la política diplomática de su ancestro al norte de los Pirineos, gracias a la cual pudo controlar la Provenza y otros señoríos como Carcasona o Gavalda (Fernández-Cuadrencha, 2014, pp. 62-63).

Sin embargo, al sur, protagonizó algunos avances importantes entre los que figuran la toma de la plaza de Balaguer (1105) y la efímera ocupación de Mallorca (1114-1115). Este es, pues el dominio que heredará en 1131 Ramón Berenguer IV.

Mientras tanto, a lo largo de los siglos XI y XII había tenido lugar el proceso de feudalización. Unas pocas décadas después del año mil ya es posible vislumbrar la eclosión de una sociedad feudal basada en vínculos de dependencia entre vasallos y señores, la privatización de los señoríos y la aparición del señorío banal (justicia, fiscalidad, etc.), además de la percepción de rentas y la generalización de la servidumbre entre la masa campesina.

A partir de 1020 comienza a configurarse una pirámide feudal basada en linajes condales y vizcondales a la cabeza de las cuales acabará incorporándose el conde de Barcelona, ya en el momento de la unión con Aragón (Narbona, 2015, pp. 212 y 215).

El reino de Aragón, entre los Pirineos y el Ebro

Originariamente un conjunto de condados —Aragón, Sobrarbe y Ribagorza— situados en los valles centrales de los Pirineos que se emanciparon, al igual que sus homólogos del este, a mediados del siglo IX, el reino de Aragón nació como tal en el año 1035, cuando el testamento de Sancho III el Mayor de Pamplona partió su reino entre sus hijos. Aragón, ya elevado a la categoría de reino, fue concedido a Ramiro I (1035-1063), y tras el asesinato de su hermano Gonzalo en el 1045 también integró el Sobrarbe y la Ribagorza en sus dominios (véase mapa 2).

Mapa 2. Los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza en tiempos de Sancho III (Monsalvo, 2010, p. 64).

Él y sus sucesores, Sancho I (1063-1094) y Pedro I (1094-1104) se encargaron de consolidar el nuevo reino independiente, unido de nuevo con el de Pamplona desde 1076, al tiempo que proseguía el avance hacia el sur: Litera cayó en 1062, Alquézar en 1067, Graus y Ayerbe en 1083, Monzón en 1089, Huesca en 1096, etc. (véase mapa 3).

La descomposición del califato y las luchas intestinas entre los reyezuelos de las taifas favorecieron en el comienzo de la expansión feudal a nivel europeo la conquista y el avance por el valle del Ebro, que, sin embargo, se estancó con la llegada de los almorávides en el cambio de siglo (Monsalvo, 2010, p. 96; Luis, 2014, p. 169).

Mapa 3. La expansión aragonesa en el siglo xi (Monsalvo, 2010, p. 98).

En este orden de cosas, el siglo XII se inaugura con la llegada al trono de Alfonso I el Batallador (1104-1134). Su reinado vio la triplicación de la extensión del reino a base de una serie de campañas exitosas contra la taifa de Zaragoza. Los primeros años fueron época de estabilidad de las fronteras y de acercamiento a la Castilla-León de la reina Urraca, con la que contrajo matrimonio en 1109 y de la que acabaría separándose en 1115 como consecuencia de las desavenencias entre los dos y la resistencia de la nobleza y el clero leonés a la dominación aragonesa. Una ruptura, además, acompañada de un incremento de la tensión entre ambos reinos que resultará decisiva en lo sucesivo.

Al volver a Aragón el Batallador reanudó las campañas militares contra al-Ándalus (véase mapa 4), llegando en 1118 a conquistar la ciudad de Zaragoza. Le siguieron en los años posteriores Tudela, Borja y Tarazona en 1119, Daroca y Calatayud en 1120, Sariñena en 1122, Molina de Aragón en 1128… Asimismo, se proyectaron expediciones de saqueo como la que encabezó por Andalucía entre 1124 y 1126 (Sabaté, 2007, p. 31; Luis, 2014, pp. 160, 169 y 177). En 1134, estando asediando Fraga con la intención de alcanzar Lérida, el rey Alfonso fue gravemente herido, muriendo dos meses después luego de haber ratificado el testamento de 1131, por el cual entregaba el reino a las órdenes militares fundadas al calor de la Primera Cruzada en Tierra Santa.

Mapa 4. La expansión del reino de Aragón con Alfonso I (Luis, 2014, p. 176).

En lo relativo a la feudalización en esta parte de la península, según ha estudiado Carlos Laliena, ésta se llevó a cabo unas décadas más tarde que en los condados catalanes, alimentada por las conquistas militares de la frontera y el reparto de beneficios entre los participantes (si bien aquí se trataba de tenencias temporales y no de señoríos hereditarios como en las tierras catalanas). Una serie de linajes pudieron construir así su patrimonio a lo largo de las décadas y erigirse en un colectivo de gran importancia por el poder que acumulaban (2004, p. 206 y 211).

III. La crisis del Reino de Aragón (1134-1137)

El polémico testamento del Batallador

Alfonso el Batallador había sido el monarca más poderoso de su tiempo en la península. Sus campañas habían llevado a su reino más lejos que cualquiera de sus predecesores, tanto como para conquistar la gran urbe de Zaragoza, y se preveía que siguiera esa estela en las décadas siguientes; su muerte, empero, en 1134 acabó con la época de expansión y poderío del primer tercio del siglo XII. Animado por el espíritu de la cruzada, la falta de herederos y la amenaza de crecimiento de la Castilla-León de Alfonso VII, en 1131 dictó su testamento en Bayona en el que dejaba como herederas de todo el reino   a las órdenes del Hospital, del Temple y el Santo Sepulcro que habían nacido unos pocos años antes en Tierra Santa (Sabaté, 2007, p. 32).

“Asimismo para después de mi muerte, dejo por mi heredero y sucesor, al Sepulcro del Señor, que está en Jerusalén y a los que guardan y lo conservan, y allí mismo sirven a Dios. Y al Hospital de los pobres que hay en Jerusalén; y al templo del Señor con los caballeros que allí vigilan para defender el nombre de la cristiandad.” Comienzo del testamento de Alfonso el Batallador, conservado en el Liber Feudorum Maior. ACA, Cancillería, núm. 1, f. 5r.

Sin embargo, las últimas voluntades del rey no fueron del agrado de la nobleza, que veía en ellas una amenaza para sus probabilidades de expansión militar, su posición y sus dominios.

De esta forma, los señores navarros eligieron un nuevo rey, García IV (1134-1150), separándose limpiamente del reino de Aragón. Sus pares aragoneses hicieron lo propio y poco después entregaban el cetro a Ramiro, hermano del Batallador, que había dedicado su vida a la contemplación monástica y desde hace unos meses ocupaba el cargo de obispo de Roda-Barbastro. En noviembre de ese año, arguyendo los derechos poseídos sobre las parias de la antigua taifa de Zaragoza en el siglo pretérito, Alfonso VII ocupaba Zaragoza y todo el Regnum Caesaraugustanum, al tiempo que el papa y las órdenes militares exigían el cumplimiento del testamento.

Lidiando con la adversidad

Es así que Ramiro II se enfrentaba a múltiples amenazas, tanto externas (las ya mencionadas) como internas (falta de herederos, la desobediencia de algunas facciones nobiliarias) que le obligaron a dejar la vida religiosa de lado unos cuantos años.

En primer lugar, el reino seguía sin tener un heredero válido, puesto que ni el Batallador ni su hermano habían tenido descendencia. La primera prueba para la supervivencia del reino pasaba por procurar un candidato idóneo para el trono; por ello, en 1135, a la edad de 49 años, el Monje contrajo nupcias con Inés de Poitou, hermana del duque de Aquitania.

Meses después, ya en 1136, nacía Petronila, y después nada se sabe de su madre, que posiblemente regresase a su tierra natal (Sarasa, 2001, p. 31). El nacimiento de una niña complicaba las cosas, ya que las mujeres no podían reinar por cuenta propia y sólo llegado el momento podían tener la capacidad de transmitir derechos sucesorios. Restaba ahora encontrar un candidato apropiado para el matrimonio que permitiera dejar la corona en buenas manos y mantener la independencia del reino. Pero no nos adelantemos.

En segundo lugar, el papado por un lado y Alfonso VII por el otro ejercían una gran presión sobre el reino; el primero por querer ver cumplido el testamento, velando por los intereses de la Iglesia, y el segundo para ejercer la supremacía sobre el resto de reyes cristianos de la península. Y, además, estaba la reciente separación de los pamploneses, que no fue aceptada en un primer momento por el rey Ramiro (como muestran los primeros documentos que se conservan de él, que lo intitulan rey de Pamplona); pero poco después, en enero de 1135, ambos monarcas firmaban el pacto de Vadoluengo por el que García IV se convertía en vasallo de Ramiro II, acuerdo que fue desestimado poco después al proclamarse el pamplonés vasallo de Alfonso VII.

El reino aragonés quedaba entonces en una situación internacional muy comprometedora (Balaguer, 1950, pp. 134-135, 137-140 y 146). A la altura de 1136 la situación volvió a cambiar: Alfonso VII pactó la entrega del Regnum Caesaraugustanum a Ramiro, coincidiendo con el llamado del pontífice a respectar el testamento del Batallador, y ambos se volvieron contra Pamplona (Sabaté, 2007, p. 33).

Hubo también disidencias internas alentadas tanto por el rey pamplonés como por el propio contexto de crisis dinástica. Se organizaron facciones dispuestas a luchar por el control de la corte que casi acabaron con el reinado del rey Ramiro, que hubo de refugiarse en Cataluña; pero que, sin embargo, con el tiempo fueron completamente sofocadas y sus líderes ejecutados. De especial relevancia son los episodios de Uncastillo y el más famoso de la campana de Huesca, en los que el rey acabó con sus enemigos y consolidó su posición.

La leyenda del rey monje, de José Casado del Alisal (1880), actualmente conservado en el ayuntamiento de Huesca.

El acuerdo matrimonial con Ramón Berenguer IV

Para mediados de 1136 Ramiro II había consolidado su posición y hecho acuerdos con el rey de Castilla-León, el cual le había restituido Zaragoza. Pero todavía quedaba pendiente la elección de marido para la pequeña Petronila, y por ende de futuro rey para el reino. Recelosos de la monarquía castellanoleonesa y el recuerdo de la malograda unión matrimonial con Urraca, la nobleza aragonesa aceptó el casamiento con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, el otro único candidato posible.

Esta decisión no fue tomada a la ligera ni fue casual. El conde de Barcelona era cuñado de Alfonso VII, lo cual a priori garantizaba unas mejores relaciones que las mantenidas con Alfonso I y Ramiro II. También entraron en juego los intereses de la nobleza aragonesa, que veía mejor la unión con el condado de Barcelona, donde el orden feudal era más fuerte y podrían tener mayor margen de maniobra que con el monarca castellano. Refiriéndonos a esto último, algunos historiadores han sostenido que de haberse producido la unión con Castilla-León el territorio aragonés habría quedado sometido y asimilado por el centralismo castellano (Sobrequés, 1987, p. 16). Por otro lado, parte de la aristocracia y la alta jerarquía eclesiástica catalanas deseaban también la unión (Guinot, 2006, pp. 24-25).

El 11 de agosto de 1137 se firmaron los acuerdos para el casamiento y la posición del conde barcelonés en el reino. El rey Ramiro entregaba la totalidad del reino a su yerno, así como transfería la lealtad de sus súbditos y otorgaba plenos poderes para obrar. Sin embargo, aunque él mantuvo su título de rey hasta su muerte en 1157, Ramón Berenguer obtuvo el tratamiento de princeps aragonum.

El significado del acuerdo matrimonial ha sido debatido en profundidad por la historiografía en las últimas décadas. Por un lado, tenemos las tesis de Antonio Ubieto que sostienen que lo que se produjo fue un «casamiento en casa», una figura del derecho consuetudinario aragonés por la cual el patrimonio de la familia era transferido del último miembro de la misma al cónyuge. Este planteamiento conllevaría también pensar en que Ramon Berenguer IV renunció a su linaje, pasando a formar parte de la casa real aragonesa.

Por otro, historiadores como Josep Serrano, Josep Garrido, Stefano Cingolani y, más recientemente, Cristian Palomo, han puesto en cuestión estas tesis destacando las contradicciones de Ubieto y ciertos hechos que ponen de manifiesto que la casa condal de Barcelona fue la que heredó el reino aragonés y no al contrario, y que la unión se hizo, además, en pie de igualdad entre Aragón y la futura Cataluña; no fue, según se desprende de las publicaciones de Ubieto, un acto de sumisión del conde de Barcelona a la monarquía aragonesa (Palomo, 2018).

IV. Las consecuencias de la unión

Por el gran interés que suscitó la muerte del Batallador y su testamento para el panorama internacional, ha de entenderse que la formación de la Corona de Aragón tuvo consecuencias tanto para los dos territorios que la formaron como para sus vecinos. Podemos distinguir, sintetizando, tres secuelas que produjo el matrimonio de Petronila y Ramón Berenguer IV.

  1. La más evidente es la unión de Cataluña y Aragón en la persona de Ramón Berenguer IV, si bien éste nunca tuvo el tratamiento de rey, que siguió siendo su suegro y luego, tras la muerte de éste, Petronila. Ambos territorios conservaron sus leyes, moneda, instituciones e idiosincrasia sin que el uno sometiese al otro; era, pues, una unión personal en la cual el único nexo de unión era el monarca.
  2. Con el objetivo de anular las pretensiones de la Santa Sede sobre el territorio aragonés a raíz del testamento del Batallador, y además en el contexto de un paulatino fortalecimiento del poder eclesiástico frente a los poderes laicos, Ramón Berenguer se declaró vasallo del papa. Éste, por otro lado, no deseaba tampoco que Alfonso VII se alzase con la hegemonía en la península y rompiese el equilibrio de fuerzas, por lo que accedió a que la herencia recayese en el conde barcelonés para evitar esta situación, ya que así se lograba crear una monarquía más poderosa que pudiese hacer frente al poder castellanoleonés (Villacañas, 2006, pp. 429-430).
  3. Ramón Berenguer no obtuvo la aceptación de sus vecinos a cambio de nada. En primer lugar, hubo de someterse a vasallaje al rey Alfonso VII, a raíz del cual participó en algunas campañas castellanas de los años siguientes, como la efímera ocupación de Almería (1147-1157). La frontera entre ambos reinos quedó fijada en la línea Tarazona-Calatayud, Soria y Molina quedaron en manos castellanas y Tudela en poder de Navarra (véase mapa 5). En segundo lugar, el conde-rey tuvo que lidiar con las órdenes militares que habían recibido en herencia el reino, a las que prometió reparaciones, recibir una quinta parte de lo conquistado a partir de entonces y una serie de fortificaciones en ambos territorios (Sabaté, 2007, p. 35).
Mapa 5. La Corona de Aragón en sus primeros años de vida (Kosto, 2017, p. 71).

V. Las interpretaciones historiográficas

Desde el nacimiento de la ciencia histórica en el siglo XIX se han dado diversas interpretaciones acerca de la unión entre Cataluña y Aragón desde muy diversas posturas, tanto desde el nacionalismo español como desde el catalanismo, pasando por aquellas más objetivas que han sopesado los efectos en cada territorio, si de verdad podemos hablar, salvando las distancias de una «confederación», etc. Veamos algunos ejemplos.

La historiografía historicista española de mediados del siglo XIX, cuyas características podríamos resumir en una concepción esencialista del pasado, la consagración de la nación y sus grandes personajes como sujeto histórico y la fe inquebrantable en los documentos escritos, vio en la unión entre Cataluña y Aragón un paso inevitable en el camino para lograr la unificación de España. Así, el historiador Modesto Lafuente sostenía en su Historia general que la unión fue una «admirable y providencial combinación para estrechar de un modo indisoluble dos estados cristianos, é ir echando los cimientos de la unidad española» (Lafuente, 1851, vol. 5, p. 47).

Por parte del catalanismo de la Renaixença también se formularon visiones similares, pero teniendo en el centro del relato Cataluña. Antonio Bofarull, en La Confederación Catalano-Aragonesa (1872), sitúa el condado de Barcelona en el centro del relato histórico, argumentando además que más necesaria era la unión para los aragoneses que para los catalanes, si bien éstos obtuvieron beneficios como una mayor ayuda en las campañas militares contra al-Ándalus (Bofarull, 1872, p. 46):

“aumentando el ejército Catalan con las indomables huestes Aragonesas, nada habría que resistiese á su ímpetu, y la nueva ó tercera nacionalidad que resultase de la unión de las dos antiguas había de ser por fuerza poderosa y de gran preponderancia entre las demás de España”

Similarmente escribe Víctor Balaguer en Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón (1860) haciendo una loa a las actitudes y logros del conde Ramón Berenguer, y considerando además al reino de Aragón como un estado débil que alcanzó la estabilidad sólo gracias a Cataluña (Balaguer, 1860, p. 698):

“Así se llevó á cabo la unión de aquellas dos coronas, fecundísimo manantial de grandes acontecimientos para lo futuro; pero no se crea que el conde de Barcelona dejase de tropezar con inconvenientes de monta. Tuvo que dar numerosas y estraordinarias [sic] pruebas de valor, de tacto, de prodencia y de habilidad para sostener y restaurar el estado que le trajera en dote Petronila. […] La historia cometería una injusticia negando á nuestro conde el honroso y bien merecido título de restaurador de Aragón; pues que era entonces este tan inseguro estado, que se vio obligado á ganar con la espada en la mano ó por medio de tratados lo mismo que se le acababa de dar».

Desde finales del siglo XIX han ido apareciendo más interpretaciones, vinculadas éstas a una historiografía más rigurosa y fecunda que ha puesto el ojo en ver hasta qué punto fueron afectados Cataluña y Aragón por la unión y si podemos hablar de verdad de una asociación en pie de igualdad y no en términos de sometimiento.

Según recoge Sobrequés, la mayor parte de los autores modernos han aceptado que la Corona de Aragón fue una monarquía en la que los dos territorios originales, y luego los demás que se fueron incorporando, estuvieron siempre en pie de igualdad. El mismo autor se suma a esta corriente de historiadores de la que también forman parte Joan Cabestany y Joan Reglà, entre otros (Sobrequés, 1987, p. 20). Recientemente Esteban Sarasa ha escrito en los mismos términos que se conjugaron ambas tradiciones, se respetaron ambas idiosincrasias y se estableció una alianza intrínseca en la coincidencia de dos familias en una sola, que acabó imponiéndose a partir del descendiente común (Sarasa, 2001, p. 46).

Por otro lado, otros investigadores han hecho ciertas matizaciones partiendo del principio de que cada territorio conservó su identidad, instituciones y diferencias. Así, Jaume Vicens Vives sostuvo que la unión partió de la iniciativa catalana y no de la necesidad de los aragoneses. Enric Prat de la Riba, Antoni Rovira i Virgili y Ferran Soldevila han destacado lo tremendamente beneficiosa que fue la alianza con Aragón para el condado de Barcelona, ya que así se podía ejercer mayor resistencia frente al poder de la monarquía francesa que todavía reclamaba la soberanía sobre los antiguos condados de la Marca Hispánica (Sobrequés, 1987, pp. 20-21).

VI. Conclusión

En definitiva, la creación de la Corona de Aragón fue resultado de un proceso largo y complejo que involucró a muchos actores, tanto de los propios territorios como ajenos a ellos, intereses muy diversos y las necesidades de las élites de cada país.

El producto fabricado fue duradero, casi cinco siglos, en los que supo adaptarse bien al cambio de los tiempos, siempre conservando, eso sí, su estructura «confederal» hasta su abolición y asimilación a los usos y costumbres de Castilla con la Nueva Planta de 1707 y 1714.

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Un comentario en «Una monarquía dual. Los orígenes de la Corona de Aragón»

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