Introducción
En todas las épocas, la mayor parte de las religiones —no me atrevo a generalizar completamente por desconocimiento—, ya sean monoteístas o politeístas, han tenido por sagrados ciertos objetos. Sus seguidores deseaban tenerlos cerca o recorrían amplias distancias para contemplarlos, bien como parte de un ritual o para que se obrase algún tipo de prodigio (como las reliquias de los santos).
En la Prehistoria podrían ser las «venus», relacionadas con la fertilidad; más adelante, en el Holoceno, fueron apareciendo otras clases de esculturas relacionadas con divinidades que, siglos después, se trasladaron a los panteones de los grandes imperios de la Antigüedad. Éstos, a su vez, tuvieron también grandes monumentos dedicados a sus dioses y ciertos iconos sagrados (la estatua de Atenea en el Partenón, el toro Apis en la ciudad egipcia de Menfis, etcétera) al que acudían cientos o miles de personas.
Las páginas que siguen están dedicadas a unos objetos muy especiales, las reliquias cristianas, y la importancia que tuvieron en el panorama político, económico, social, religioso y cultural de la época medieval. Éstas se convirtieron en objetos muy apreciados e importantes, como veremos, tanto para laicos como para eclesiásticos, y tanto para nobles y reyes como para las clases populares. Exploraremos, en la medida de lo posible, estos aspectos a continuación. La primera parte de este artículo la dedicaremos a contextualizar el culto a las reliquias desde su génesis hasta el año mil. Comenzaremos, ahora bien, por definir concretamente qué entendemos por «reliquia».
I. Reliquias: definición, tipologías y jerarquías
Acudamos, primero, a la Real Academia Española. El Diccionario de la Real Academia Española posee varias acepciones para el término «reliquia»; la primera de ellas («Residuo que queda de un todo») resulta poco útil en este caso; sin embargo, la segunda y tercera acepción sí que permiten definir, en nuestro caso, la reliquia cristiana: «Parte del cuerpo de un santo» y «Aquello que, por haber tocado el cuerpo de un santo, es digno de veneración» (Real Academia Española, 2020).
Si acudimos a una publicación más especializada como el Diccionario de términos religiosos y litúrgicos, encontramos una definición similar: «Se denomina reliquia a una parte de la anatomía de un mártir o santo o de aquellos objetos relacionados con los mismos, a través de los cuales se les tributa culto de veneración» (Gracia, 2020, vol. III, p. 187).
Así pues, una reliquia es una parte del cuerpo de un santo —a veces se conserva el cadáver entero— o algún objeto relacionado con el mismo. No obstante, las dos definiciones anteriores no tienen en cuenta que, primero, no todas las reliquias son iguales, puesto que las personas a las que pertenecían no realizaron los mismos actos y procedían de las mismas posiciones sociales.
En segundo lugar, partiendo de lo anterior, que existe una jerarquía de reliquias que abarca desde los objetos relacionados con Jesucristo (la Vera Cruz, la corona de espinas, los clavos, el santo grial, etc.) hasta los más modestos restos de beatos; entre medias encontraríamos un amplio abanico de restos mortales (brazos, falanges, manos, uñas, prepucios, pies, cabezas…) y objetos (anillos, cálices, bastones…) igualmente reverenciados por toda la Europa Occidental.
Y, en tercer lugar, por supuesto, no todas las reliquias estaban al alcance de cualquiera, ni, por último, el concepto de reliquia fue algo estático a lo largo de la Edad Media (Castillo, 1994, pp. 69-72). Sobre esta postrera cuestión hablaremos a continuación.
II. Las reliquias entre el Bajo Imperio y la Alta Edad Media
Los inicios de las reliquias en el Bajo Imperio
El nacimiento del culto a las reliquias en el cristianismo coincide con la salida de las catacumbas de sus creyentes, agazapados durante más de dos centurias huyendo de las persecuciones a los que los sometían los emperadores romanos. Al alba del siglo IV, la promulgación del edicto de Milán (313) de Constantino I permitió a los cristianos hacer vida pública y favoreció la expansión de la nueva fe. Durante el reinado de Constantino dio comienzo el culto a las reliquias; fue precisamente su madre, santa Helena, la que contribuyó a ello al hallar la Vera Cruz enterrada en Jerusalén.
Según cuenta Eusebio de Cesarea en la Vida de Constantino, «la madre del emperador ensalzó con edificaciones sublimes el recuerdo del ascenso a los cielos del Salvador del universo […]. […] mil dones repartió a los habitantes de cada ciudad en su conjunto» (III, 43-44), lo cual demuestra la enorme devoción que sentía, y que le llevó a intentar encontrar las reliquias de Jesucristo.
Esta empresa la recoge la Leyenda dorada, un conjunto de hagiografías escritas en el siglo XIII (LXVIII):
«Santa Elena mandó demoler el templo de Venus y arar el solar […] y cuando [Judas] hubo excavado una especie de pozo. […] a unos veinte pasos de distancia con relación a la superficie exterior del suelo, descubrió tres cruces, las rescató y las llevó ante la reina […]. Santa Elena envió a su hijo una parte de la Cruz, dejando el resto del madero en Jerusalén convenientemente alojado en un estuche de plata.»
El descubrimiento de la Vera Cruz dio inicio a la devoción por los restos de los santos, personajes que según se creía, debido a sus actos en vida, tenían aptitudes especiales. Los cristianos comenzaron a emprender viajes a Tierra Santa para caminar por la tierra en que vivió el Salvador y ver las reliquias que se conservaban de él. Se sabe que estos viajes se hacían desde, al menos, el siglo II; pero es ahora cuando verdaderamente se puede observar un flujo relativamente continuo de peregrinos rumbo a Jerusalén. Ha quedado constancia de un gran número de viajes, como el itinerario del año 333 de Burdeos a Jerusalén, y el más famoso —y poco usual— testimonio de Egeria, una aristócrata de la Gallaecia que documentó su viaje de peregrinación en su Itinerario (Martín, 2010, p. 35). Aunque incompleto, el texto de Egeria nos muestra los lugares más famosos de la época en Tierra Santa y Egipto (véase mapa 1).
En esta época, el concepto de reliquia era más limitado que el que tendremos ocasión de ver más adelante. El derecho romano prohibía la profanación de las tumbas, por lo que en este primer momento las reliquias comprendían solamente algunos elementos (aceites, ropas, telas, objetos) que habían estado en posesión de los santos. En el año 386 el emperador Teodosio fue un paso más allá y prohibió el comercio con ellas, aunque en la práctica se siguió dando cada vez más esta práctica debido a la creciente devoción entre los fieles y, por ende, al aumento de la demanda de estos objetos para su uso personal (Castillo, 1994, p. 69; Martín, 2010, p. 32).
Convulsiones y continuidades en la Alta Edad Media
El mundo mediterráneo posterior a la caída del Imperio Romano de Occidente, a fines del siglo V, siguió en líneas generales la trayectoria de la época imperial; hay cierta continuidad entre el Bajo Imperio y la Antigüedad Tardía, período que abarcaría los primeros siglos de la Edad Media en el que todavía pervive un «lago romano» en cuyas orillas se agolpan monarquías que se proclaman herederas del imperio caído. Por testimonios como el de Gregorio de Tours sabemos que prosiguieron las peregrinaciones y la búsqueda de reliquias, tanto a Jerusalén y a las tumbas de san Pedro y san Pablo en Roma (el otro gran centro de peregrinación) como a otros sitios en los que otros santos tuvieron gran protagonismo (Sot, 2003, p. 648).
La pandemia de peste originada en Oriente a mediados del siglo VI y la llegada del islam en el VII cambiaron para siempre al Mediterráneo. En lo que respecta al culto a las reliquias, la caída demográfica, el control de Jerusalén por parte del califato y el empeoramiento de las redes de comunicación posiblemente perjudicaron el tráfico de peregrinos hacia el este.
El lugar de Jerusalén (que no fue abandonado tampoco del todo) lo ocuparon las tumbas de san Pedro y san Pablo en Roma, que se convertirán en el lugar de peregrinaje más visitado durante toda la Alta Edad Media, esto es, hasta el siglo x. A partir del siglo VII desaparecen las restricciones que prohibían la profanación de tumbas y, por tanto, comienzan a circular un gran número de reliquias procedentes de las catacumbas romanas; entendamos esto en un contexto de expansión de la cristiandad, de formación de nuevas iglesias que necesitaban al menos una reliquia en su altar para poder ser consagradas (Gracia, 2020, vol. III, p. 187). Pongamos por caso Sajonia (véase mapa 2).
Esta región fue conquistada por Carlomagno en el año 772, y durante treinta años el rey de los francos hubo de intervenir repetidas veces por motivo de las rebeliones paganas, finalmente sofocadas; la cristianización avanzó paulatinamente con la construcción de iglesias y las evangelizaciones, lo cual impulsó el tráfico de reliquias hacia las tierras sajonas desde otras partes del reino franco y desde Roma.
La tríada de lugares sagrados de la cristiandad la completó la tumba del apóstol Santiago, descubierta en el siglo IX en Galicia por el obispo Teodomiro. Este lugar fue adquiriendo cada vez mayor importancia y acogió con el tiempo una gran masa de peregrinos procedentes de todo el continente europeo, de regiones cada vez más lejanas (Cortés, 1997, pp. 5-6; Sot, 2003, p. 651). A estos tres lugares se añadían numerosos centros de menor importancia repartidos por toda Europa, como Santa Fe de Conques o San Martín de Tours, cuyo patrón fue el primer santo confesor en atraer un número importante de peregrinos (Orlandis, 1986, p. 611).
III. Las transformaciones de los «milenarios»
Cambios importantes se producen en torno a los dos milenarios (1000 y 1033) de la Edad Media a todos los niveles (véase mapa 3). Para los temas que trataremos a continuación nos interesan, en particular, tres aspectos.
El primero de ellos, la feudalización, supuso la descomposición del poder público de época carolingia y la instalación en su lugar de señoríos privados de carácter hereditario cuyos señores ostentaban poderes judiciales y fiscales. Los señores feudales, por causa de las continuadas vendettas durante generaciones o por deseos de expansión, se enfrentaban los unos con los otros, atrapando en sus luchas a los campesinos y a la Iglesia, que sufrían ininterrumpidamente la violencia feudal de los milites, esto es, los caballeros. En las fronteras de la cristiandad, al mismo tiempo, comenzaba un movimiento expansivo que llevará en los siglos posteriores a la extensión del feudalismo y la sociedad feudal (basada en vínculos de dependencia feudovasalláticos) por gran parte de Europa e incluso más allá (Aguadé, 2002, pp. 363-367).
El segundo aspecto tiene que ver con la reacción de la Iglesia ante esta oleada de violencia debido al peligro que corría de quedar atrapada dentro del orden feudal, como si fuese un señorío más; el papado intentó desde el siglo XI imponerse como la máxima autoridad tanto dentro de la iglesia como entre los poderes laicos, entrando en conflicto en el proceso con el Imperio, que también se atribuía la suprema potestad sobre el resto de reinos cristianos.
Así las cosas, el papado y la jerarquía eclesiástica intentaron poner en marcha varios mecanismos con el objetivo de poner a sus miembros y bienes lejos del alcance de los enfrentamientos entre bellatores, y que culminaron con la consolidación del papa como la cabeza de la fe cristiana (García-Guijarro, 2002, pp. 415-435). Y, en tercer y último lugar, las catástrofes, malas cosechas y hambrunas de las primeras décadas del siglo XI dieron paso, a mediados de esa centuria, a un gran crecimiento económico a todos los niveles, caracterizado por el crecimiento agrario, la expansión comercial, el auge de las ciudades y el aumento de población, que se prolongó hasta la primera mitad del Trescientos (Marzal, 2002).
Estos tres rasgos, como veremos un poco más adelante, serán influidos por las reliquias de los santos de diversas formas, contribuyendo a moldear el Occidente medieval política, social, económica y culturalmente. Examinaremos en el siguiente artículo cada uno de estos aspectos poniéndolos en relación con el culto a las reliquias.
Bibliografía
- Aguadé, S. (2002) «El espíritu de la Edad Media», en Palenzuela, V. Á. (ed.) Historia Universal de la Edad Media. Barcelona: Ariel, pp. 363-389.
- Castillo, J. (1994) «Funciones sociales del consumo: un caso extremo», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, (67), pp. 65-85.
- Cortés, M. (1997) El Camino de Santiago. Madrid: Historia 16.
- Eusebio de Cesarea (1994) Vida de Constantino. Editado por M. Gurruchaga. Madrid: Gredos.
- Diccionario de la Real Academia Española (2020). Madrid: Real Academia Española. Disponible en: https://dle.rae.es/reliquia.
- García-Guijarro, L. (2002) «Reforma eclesiástica y renovación espiritual», en Palenzuela, V. Á. (ed.) Historia Universal de la Edad Media. Barcelona: Ariel, pp. 415-452.
- Gracia, M. (2020) Diccionario de términos religiosos y litúrgicos. Zaragoza: Institución Fernando el Católico.
- Martín, C. (2010) Las reliquias de la capilla real en la Corona de Aragón y el santo cáliz de la catedral de Valencia (1396-1458). Universidad de Valencia.
- Marzal, M. Á. (2002) «La reacción de Occidente», en Palenzuela, V. Á. (ed.) Historia Universal de la Edad Media. Barcelona: Ariel, pp. 315-342.
- Orlandis, J. (1986) «Las peregrinaciones en la religiosidad medieval», Príncipe de Viana. Anejo, (2-3), pp. 607-614.
- Sot, M. (2003) «Peregrinación», en Le Goff, J. y Schmitt, J.-C. (eds.) Diccionario razonado del Occidente medieval. Madrid: Akal, pp. 646-654.
- Santiago de la Vorágine (1996) La leyenda dorada. Editado por J. M. Macías. Madrid: Alianza Editorial.
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