Introducción
En la primera parte de este artículo examinamos la historia de las reliquias cristianas y el culto que se formó alrededor de ellas desde el siglo IV hasta la época del milenario. Tomando como punto de partida los planteamientos anteriores, en esta segunda parte nos proponemos explicar la importancia de las reliquias para la Europa medieval en diversos aspectos (políticos, económicos, culturales, simbólicos) a partir de las fuentes históricas.
Tocar los despojos, tocar lo divino
Desde el inicio del culto a las reliquias en el siglo IV, los cristianos entendían que estos objetos poseían propiedades extraordinarias y que podían ser capaces de realizar milagros. Esta última cualidad era la que, por otro lado, permitía verificar la autenticidad de las mismas. Las clases populares deseaban procurarse alguna reliquia santa para protegerse de los males de su tiempo, tales como las hambrunas, las guerras, las epidemias…, ya que eran el vínculo tangible con lo divino, un conducto a través del cual uno podía ser capaz de estar en contacto directo con lo sagrado y, de ese modo, obtener los dones de los santos (Duby, 1989, p. 60).
En el contexto del año mil, plagado de estos males, encontramos una alta demanda de estos objetos a lo largo y ancho de la Europa latina, unido, además, a las inquietudes que despertaba la Parusía (la segunda venida de Cristo) en algún momento entre el año 1000 y el 1033, aniversarios respectivamente del nacimiento y la pasión del Salvador.
Las fuentes dejaron constancia de las maravillas que eran capaces de obrar los huesos de los santos y otros de sus restos materiales. Veamos como ejemplo la siguiente historia que relata Bernardo de Angers en sus Milagros de Santa Fe (I, 19; trad. del latín en Duby, 1988, pp. 70-71):
«Se trata de Arsinda, esposa del conde Guillermo de Toulouse […]. Esta mujer llevaba unos brazaletes de oro […], unos brazales magníficos maravillosamente cincelados y ornados de piedras preciosas. Una noche en que descansaba sola en su noble lecho, ve aparecer en sueños a una bellísima muchacha […].
«Dime, oh señora, ¿quién eres?» […].
«Soy santa Fe, mujer, no lo dudes» […].
«Oh, santa señora, ¿por qué te has dignado venir a una pecadora?» […].
«Dame, dijo, los brazales de oro que posees: dirígete a Conques y deposítalos en el altar del santo Salvador. Pues ése es el motivo de mi aparición».
Ante estas palabras, la mujer, advertida, no queriendo dejar escapar tamaño don sin ser compensada, replicó: «Oh, santa señora, si por tu intercesión Dios me concede un hijo, ejecutaré contenta lo que me ordenas».
[…] «El Creador todopoderoso lo hará muy fácilmente por su sierva, a condición de que no me niegues lo que te pido». […] en esa época, en efecto, la reputación del poder singular de Conques no había pasado […]. […] ella llevó a cabo en persona la peregrinación: llevando los brazales de oro con gran piedad, los ofreció a Dios y a la santa. La digna mujer pasó las fiestas de la Resurrección del Salvador en esos sitios participando y realzando la ceremonia con su presencia; luego volvió a su país. Acto seguido vio realizarse la promesa hecha por la aparición y trajo al mundo un varón […].»
Multitud de ejemplo así podríamos exponer. En los albores del segundo milenio de la era cristiana era recurrente el organizar peregrinaciones con el objetivo de encontrar más de estas reliquias, lo cual estimuló el tráfico de personas por toda Europa y la intensificación de la práctica del peregrinaje. El monje borgoñón Raúl Glaber (Historias III, 19) narra lo siguiente:
«Ocho años después del milésimo del nacimiento del Salvador [1008], por medio de indicios de diversa índole fueron descubiertas las reliquias de muchos santos en los lugares donde habían estado ocultas durante mucho tiempo. […] se dice que se encontró un trozo de la vara de Moisés. Ante esta noticia, acudieron fieles procedentes no sólo de las provincias de la Galia, sino también de casi toda Italia y de las regiones de ultramar y además no pocos enfermos que, por mediación de los santos, volvieron de allí curados.»
Ésta —la curación— era la meta de muchos de los peregrinos que se internaban en los caminos. El caso más conocido es el del ergotismo o «fuego de san Antonio», una enfermedad causada por la ingesta de cereal, en concreto centeno, infectado por el hongo cornezuelo (Claviceps purpurea). Su consumo prolongado provocaba dolores en las extremidades seguido de la gangrena de las mismas, tomando un color negro del que toma esta enfermedad su popular nombre en la Edad Media (véase figura 1).
Uno de los remedios conocidos en la época era la peregrinación hacia Santiago (véase figura 2), que, finalmente, obraba el milagro de la sanación no por actuación divina, sino porque las personas afectadas, durante su viaje, dejaban de ingerir el centeno en mal estado (Cisneros, Jáuregui y Rojas, 2008, pp. 202 y 205).
Armas y trofeos para la política
Las reliquias también eran la garantía de la permanencia de pactos, debido al carácter sagrado que ya hemos comentado y al prestigio que atesoraban estos objetos y sus poseedores (Duby, 1989, p. 61). Desde la época carolingia era habitual que ciertos pactos fuesen jurados sobre las reliquias en las iglesias, si bien también podían ser realizados sobre el altar o el evangelio. A partir del siglo XI, en pleno auge del feudalismo, vemos cómo las reliquias se convierten en instrumentos al servicio de la política de los señores o de la Iglesia. El benedictino Helgaud explica en su Vida de Roberto el Piadoso (11-12; trad. del latín en Duby, 1989, pp. 61-62):
«Valido de una justicia rigurosa, este mismo rey serenísimo (Roberto el Piadoso) se aplicaba a no manchar su boca con mentiras sino por el contrario a establecer la verdad en su corazón y en su boca; y juraba asiduamente por la fe de Dios nuestro Señor. Por eso, queriendo hacer tan puros como él mismo [sustrayéndolos al perjurio] a aquellos de quienes recibía el juramento, mandó fabricar un relicario de cristal decorado en todo su contorno con oro fino, pero que no contenía reliquia santa alguna, sobre el cual juraban todos los grandes, ignorantes de su piadoso fraude.»
Aquí vemos cómo el rey de Francia, valiéndose de la importancia social de las reliquias, las utiliza con fines políticos para conseguir la sumisión de los señores, sus vasallos, en el contexto de feudalización que comentábamos en el apartado previo. Pero también la Iglesia utilizó a los santos y sus restos para aplacar la violencia feudal que imperaba a mediados del siglo XI, y que afectaba a sus posesiones (las iglesias eran saqueadas), a sus miembros y a los campesinos (cuyos graneros y casas quedaban expuestas en los enfrentamientos de los caballeros).
Así surgieron, en el sur de Francia, los movimientos de Paz y Tregua de Dios, que pretendían, respectivamente, proteger las iglesias y otras posesiones eclesiásticas de la violencia feudal y limitar los enfrentamientos a ciertos días de la semana y períodos del calendario litúrgico (Bonnassie, 1988, pp. 172-173). Por la obra de Raúl Glaber conocemos la presencia en estas asambleas de un buen número de reliquias (Historias IV, 5):
«En el milésimo año de la pasión del Señor [1033], el siguiente de esa desastrosa hambruna, […] por primera vez, en la región de Aquitania, los obispos, abades y otros hombres dedicados a la sagrada religión empezaron a reunir concilios con gente de toda extracción social, a los que eran llevados muchos cuerpos de santos e innumerables urnas de reliquias sagradas.»
Estas asambleas sirvieron a la Iglesia para canalizar la violencia feudal hacia otros frentes y alejarla de las iglesias, proteger a los campesinos y a los comerciantes. Es, también, uno de los factores que permiten explicar el surgimiento de la cruzada en las postrimerías del siglo XI. En el concilio celebrado en Narbona en 1054, se prohibía expresamente combatir entre cristianos; pero no decía nada del infiel. Esta fue la semilla que, junto a otros sucesos como la decadencia del Imperio Bizantino y los deseos del papado por colocarse como cabeza máxima de la cristiandad, dieron paso en 1095 a la marcha de grandes contingentes militares (y otros que no lo eran tanto) rumbo a Jerusalén (Duby, 1989, p, 145).
Frecuentemente se ha asociado las empresas de cruzada con las ansias de la aristocracia por expandirse territorialmente y obtener beneficios, pero no es del todo cierto. A la hora de considerar las cruzadas, ha de tenerse en cuenta la religiosidad y la fe que impregnaban la época; si no, no puede entenderse que muchos nobles arriesgaran todo su patrimonio para embarcarse en un viaje largo, costoso y peligroso por dos continentes (véase figura 3) (García-Guijarro, 2002, p. 438).
Las reliquias —y los santos lugares de Tierra Santa en sí— jugaron un papel capital por dos motivos: primero, por atraer a los cruzados tan lejos de Europa, porque la cruzada podía haberse desarrollado también en las fronteras de la cristiandad (en la península ibérica, por ejemplo) y no allende del Mediterráneo; y segundo, porque aquellos que volvieron arruinados a sus dominios volvieron ricos en otra cosa: ganaron en capital simbólico lo que habían perdido de fortuna, y ese prestigio adquirido por haber tomado la cruz, y más todavía si habían conseguido alguna reliquia por el camino, serviría a muchas casas nobles para ascender en las décadas siguientes (Riley-Smith, 1995, p. 73).
Regalar reliquias era un buen modo de asegurarse lealtades y establecer vínculos. A lo largo de la Edad Media fue una práctica muy recurrente el utilizar las reliquias —recordemos su gran valor simbólico— para realizar regalos, obteniendo con ello el destinatario un bien muy preciado y, además, una deuda con el donatario. Por la correspondencia de Alcuino de York, eclesiástico muy cercano al emperador Carlomagno, sabemos que éste buscó algunas reliquias, y que consiguió unas cuantas de manos de otros clérigos como el patriarca de Aquilea.
Sin embargo, los papas fueron los mayores obsequiadores a lo largo de la época medieval, si bien al principio parecía que se resistían a desprenderse de tan valiosos objetos. Con las catacumbas de Roma llenas de mártires y restos de santos a su disposición, los pontífices comenzaron a realizar regalos con los restos de los santos (sobre todo las brandea) con el fin de crear una red de relaciones y consolidar su posición en la cristiandad. También obispos, monarcas y aristócratas emplearon esta estratagema para, en el contexto de difusión del feudalismo y las relaciones vasallo-señor, ganar adeptos a sus intereses (Castillo, 1994, p. 72; Geary, 1994, pp. 208-210).
El prestigio que acompañaba a la posesión de las reliquias se hace patente en la nobleza. Desde la época de las cruzadas monarcas y aristócratas procuraron atesorar las más importantes, luciéndolas como signo de su rango superior entre sus iguales y formando colecciones muy imponentes. El caso de Luis IX, luego canonizado, es paradigmático. Monarca cristiano fuertemente influido por el espíritu de cruzada, marchó a Tierra Santa en dos ocasiones, durante las últimas dos cruzadas (1248-1254 y 1270), y se trajo de Tierra Santa la corona de espinas, para la que construyó la Santa Capilla de París (véase figura 4).
Ciudades revitalizadas y mercado de reliquias
Por la época de los milenarios, Raúl Glaber criticaba el enriquecimiento de algunas ciudades por causa de las peregrinaciones hacia las reliquias (Historias III, 19):
«Pero, como sucede con mucha frecuencia, lo que empieza siendo útil para los hombres, por impulso del vicio de la codicia, suele desembocar en desgracia, pues esta ciudad [Sens], como hemos dicho, con la afluencia de gente a causa de la devoción, se volvió muy rica, y sus habitantes adquirieron un orgullo excesivo en medio de tantas ganancias.»
En efecto, el continuo tránsito de personas por el continente europeo, e incluso más allá en el caso de Tierra Santa, tuvo un impacto notable en la economía de esas regiones. Se construyeron hospitales y hostales para el descanso físico de los viajeros; los peregrinos comerciaban para obtener víveres y constituían una fuente de ingresos notable para las localidades enclavadas en las rutas más famosas; y, por supuesto, hubo quienes acabaron por asentarse en las rutas de peregrinación atraídos por la espiritualidad cristiana latente en ellas o bien por las oportunidades de prosperidad que suscitaban. La ciudad de Jaca es un ejemplo de ello (véase figura 5).
Punto de paso de una de las ramas del Camino de Santiago, desde los inicios del siglo XI fueron instalándose en ella gente procedente del otro lado de los Pirineos al tiempo que muchos otros hacían el Camino y contribuían a su desarrollo, todo ello animado por los monarcas peninsulares deseosos de contar con cuantas gentes y recursos fuese posible para emprender la marcha hacia el sur. Con el tiempo estos núcleos acabaron convirtiéndose en ciudades más grandes y ricas (Cortés, 1997, pp. 6-10).
En esta línea debemos entender los intentos del papado para revitalizar la peregrinación a la Ciudad Eterna, decaída debido al auge de las otras rutas y la inestabilidad de los Estados Pontificios, gracias a la promulgación del jubileo, un perdón generalizado concedido cada cien años a todos aquellos peregrinos que visitasen las tumbas de san Pedro y san Pablo, aunque con el tiempo fueron proclamándose muchas indulgencias colectivas debido a la gran popularidad que acabaron teniendo (Sot, 2003, p. 650).
La alta demanda de reliquias por parte de las capas populares hizo que desde muy temprano se crease un mercado dedicado al comercio de reliquias por toda la cristiandad. En la época romana, el emperador Teodosio I dictó, en el año 386, la prohibición de comercio con reliquias, así como el traslado o profanación de cuerpos santos; la alta demanda de reliquias por parte de feligreses e iglesias, sin embargo, en un contexto de expansión de la cristiandad (recordemos que eran necesarias para consagrar los altares) hizo que a partir del siglo VII comenzasen a ser trasladadas reliquias hacia donde fuese preciso, según hemos visto más arriba (véase figura 6).
Conforme pasa el tiempo cada vez más personas desean poseer una reliquia con la que sentirse protegidos, sobre todo cuando se acerca el milenario medieval. Los comerciantes solían apostarse en las principales rutas de peregrinación del continente y en Tierra Santa para vender a los peregrinos un «recuerdo» del viaje que, evidentemente, era falso; pero también la Iglesia intentó sacar rédito económico del culto a las reliquias.
Un caso paradigmático es el del diácono romano Deusdona, que en el siglo IX se dedicó a vaciar periódicamente los cementerios de Roma de restos de mártires y santos y venderlos al otro lado de los Alpes con motivo de las fiestas patronales de cada iglesia. También el robo y el saqueo de ciudades proporcionaba una gran cantidad de reliquias, como demostraron los episodios de la Primera Cruzada en Jerusalén y Antioquía o el asalto a Constantinopla de 1204 (Castillo, 1994, p. 74; Geary, 1994, pp. 212-213; Martín, 2010, pp. 41 y 48).
Templos, ideas, culturas
Las reliquias también influyeron en el panorama cultural europeo durante la época medieval, una estela que incluso llega hasta la actualidad. En este caso, entendemos por «cultura» todas aquellas producciones artísticas (arquitectura, escultura, pintura) y literarias (crónicas, relatos, etc.). Tal como hemos visto, la peregrinación era una práctica muy común que movió a un gran número de personas a abandonar sus hogares para encaminarse hacia alguno de los lugares sagrados en boga durante los siglos medievales. No hay prueba mejor de la gran afluencia de gente que acogían las iglesias para contemplar las reliquias que la arquitectura. Las iglesias construidas a partir del siglo XI, ya fuesen románicas o góticas (véase figura 7), contemplaban un largo corredor alrededor de la nave central, el deambulatorio, para que los peregrinos pudiesen transitar y visualizar las reliquias tras el altar sin molestar a los feligreses durante la misa.
En el apartado anterior decíamos también que los peregrinos traen riqueza allí por donde pasan; pero no sólo llevan eso consigo. Los peregrinos portan ideas, la información de los lugares por los que pasan, y que coadyuvan a introducir en sus lugares de destino. El mejor ejemplo es el Camino de Santiago (véase figura 2), vía de llegada a la Península Ibérica de las reformas cluniacense y cisterciense, los estilos románico y gótico, la cultura trovadoresca, innovaciones tecnológicas civiles y militares, rumores, información, etc. Luego todas esas aportaciones se expandieron por la península a medida que avanzaban las fronteras de la cristiandad hacia el sur.
Conclusiones
Las reliquias, en fin, fueron una parte muy importante de la vida cotidiana de los hombres y mujeres medievales, no sólo por su culto, sino también por todas las consecuencias que conllevó conferir a tales objetos un prestigio y santidad sin parangón. Año tras año muchos viajeros se hacían a la mar o a los caminos en busca de su gracia que ya sentían con solo tocarlas, y si era posible regresar a casas con una en el bolsillo, a modo de amuleto de la suerte.
Los efectos de estos «despojos» sobre las relaciones sociales, los vínculos de vasallaje y el crecimiento económico y demográfico fue notable, si bien no hemos de olvidar que el efecto primordial de los restos de los santos repercutió sobre la religiosidad. Salvando las distancias, excluyendo al ámbito político, las reliquias conservan sus funciones originarias, atrayendo a los grandes santuarios de la época contemporánea —Fátima, Lourdes, Santiago— grandes masas de creyentes y turistas curiosos que suponen el sustento de muchas localidades y negocios.
Fuentes
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- Raúl Glaber (2004): Historias del primer milenio. Editado por J. Torres. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
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Bibliografía
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[…] a moldear el Occidente medieval política, social, económica y culturalmente. Examinaremos en el siguiente artículo cada uno de estos aspectos poniéndolos en relación con el culto a las […]
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