La crisis de mortalidad a partir de mediados del siglo XIV, las pestes y las carestías incidieron profundamente en las estructuras familiares, en la composición de los grupos domésticos y en el comportamiento de la nupcialidad y la natalidad, elementos reguladores del régimen demográfico y los roles de género medievales.
Como efecto más evidente y de larga duración, se modificó la consistencia numérica de las familias y su composición diferencial por grupos de edad, especialmente como consecuencia del aumento espectacular de la tasa de mortalidad infantil, que debía ser del 50% entre los menores de cinco años.
Pasada la mortandad y recuperada la actividad económica, aumentaron los matrimonios, sobre todo en los grupos más acomodados. Debido al ansia de perpetuar los linajes y que los patrimonios podían peligrar, se rebajó la edad de acceso al matrimonio gracias al mayor número de oportunidades de los jóvenes supervivientes, lo que elevaba la natalidad y permitiría recuperar la población en los periodos inter-pestes.
¿Cuál era la edad de contraer nupcias en hombres y mujeres? ¿Por qué?
Más que un problema estrictamente demográfico, las dimensiones medias de los grupos familiares se relacionaban con la situación social, la coyuntura económica, el modelo matrimonial dominante y la dinámica de formación de las familias. No es del todo seguro, a falta de fuentes adecuadas, pero los investigadores tienen la impresión de que, en líneas generales, las familias presentaban una tasa de reproducción mínima, es decir, que un 25% no debía sobrepasar los dos hijos en edad adulta y un tercio tenía menos de cuatro miembros.
En total, sólo el 50% conseguía que un hijo o una hija llegara a tener descendencia, lo que entorpecía el relevo generacional. Soluciones parciales podían ser el sistema de heredero único, muy difundido en la Cataluña Vieja, o la difusión de familias extensas que abarcaban probablemente una cuarta parte de la población rural. En la ciudad, por el contrario, las dimensiones de las familias sufrían oscilaciones más acusadas y estaban en relación proporcional con la riqueza.
Las familias menesterosas tenían también una dimensión reducida de tres o cuatro personas, mientras que los grupos acomodados (patriciado, nobleza urbana y grupos superiores del mundo artesano) tenían al menos seis miembros, a los que hay que añadir los componentes del servicio doméstico, que a menudo podían llegar a ser cinco o seis personas.
La edad de acceso al matrimonio constituía también una variable fundamental en los diversos sistemas familiares. Sobre todo en la ciudad, los datos muestran la implantación de un modelo matrimonial mediterráneo caracterizado por el acceso de la mujer al primer matrimonio entre los 16 y los 18 años (casi siempre antes de los 20, lo que ampliaba el período de fecundidad y provocaba un aumento de la natalidad), una edad tardía de acceso al matrimonio para los hombres (25 años) y una proporción difícil de cuantificar de célibes o eternos solteros, aunque probablemente fuera reducida.
Si la edad del primer matrimonio se ve reducida hay que interpretarla como una consecuencia de las crisis demográficas y como una reacción de la sociedad ante el descenso de la población. El comportamiento masculino respondía, tanto en el campo como en la ciudad, a las dificultad para disponer de un patrimonio propio o para asegurarse la independencia económica.
El efecto de todo esto era la corta duración «biológica» del matrimonio, la supervivencia de la mujer respecto del marido y, en consecuencia, la notable abundancia de viudas al frente de los grupos domésticos. Hay que comprender que la esperanza de vida los hombres se encontraba en torno a los 40 años y el 75% no debía llegar a cumplir los cincuenta. Eso de la crisis de la mediana edad no llegaba a estar en la mente de estos hombres.
Las familias frágiles y desestructuradas explican la elevada movilidad geográfica y el escaso arraigo de los linajes en una localidad. En Alzira, entre en 1428 y en 1525, el 15% de los apellidos sólo aparece documentado un año y el 25% no supera los diez años, mientras que en Castellón, de un total de 255 linajes en 1468, el 45% son nuevos respecto de la población de 1398. En todo se constatan porcentajes extremadamente anormales de linajes que desaparecen y una renovación continua de las familias locales.
Pero, ¿cuáles eran los caminos por los que se formaban las familias?
En los medios artesanos, los hijos y las hijas solían dejar el hogar para aprender un oficio, a menudo materializado a través de un contrato de «afianzamiento», bajo el cual se escondían muchas situaciones que distaban bastante de cualquier forma de aprendizaje, ya que más bien se convertían en criados para todo y con retribuciones irrisorias.
No nos debería extrañar, pues, el continuo cambio de trabajo o la fuga, es decir, una acusada inestabilidad laboral. Más que en los muchachos, el envío de las hijas significaba desprenderse de un componente «improductivo» (entendámoslo con la mentalidad de la época) y, sobre todo, la vía alternativa para las artesanas pobres de procurarse una dote, sin la cual no podrían acceder al matrimonio.
Hay que tener presente que se trata de un fenómeno europeo, sin particularidades religiosas, urbanas o rurales, determinado por la fragilidad del trabajo, sometido a las desestabilizaciones periódicas, en las ganancias aleatorios y los imprevisibles ciclos domésticos, tan estrechamente dependientes de la desaparición de un padre o una madre: pobres, huérfanos o huérfanas son, sistemáticamente, carne de afianzamiento.
El fin del afianzamiento nos situaba ante el panorama siguiente. Los muchachos acababan entre los 16 y los 19, una edad bastante complicada y que, según los testimonios, estaba caracterizada por una conducta violenta, el amor carnal, la práctica del vicio del juego y el clientelismo. Todo esto cambiaba cuando por un golpe de suerte (la herencia paterna en algunos casos) les permitía acceder al mercado matrimonial.
Por otro lado, la situación que tendrían sus compañeras en una edad similar era más complicada. Su período de afianzamiento era bastante más largo y doloroso, aunque acababan con una dote bajo el brazo que se habían ganado con el sudor de su frente. Esta dote era el resultado de la suma pagada durante su periodo de servicio, que, por otro lado, las liberaba entre los 18 y los 20 años.
Con todo, estos años de servicio, transcurridos lejos de la familia, reforzaban el sentimiento de independencia económica y el deseo de crear un hogar propio. Y es posible que la ruptura de los lazos familiares y la permanente hostilidad contra los «padres crueles» contribuyeron a reforzar los nuevos vínculos conyugales creados con el matrimonio después del período de servicio doméstico, debilitando de esta manera los pocos lazos que quedaban con la familia de origen.
Vínculos conyugales entre las clases sociales
Ahora bien, todo matrimonio es el resultado de largas negociaciones y de unas estrategias que diferencian los ideales domésticos de labradores y artesanos, por un lado, y patricios y nobles de otra. En el centro de este asunto no se sitúa el amor sino la dote, ya que el amor era una cuestión de juventud.
En cuanto a los artesanos, menesterosos y agricultores, vemos que el éxito de un nuevo matrimonio radica en el entendimiento económico de la pareja sobre la base de un patrimonio común, constituido por la dote que aportaba la esposa y la donatio propter nuptias (los bienes que regalaba el marido a su futura esposa antes de casarse; una pervivencia del mundo romano) ofrecido por el marido y que equivalía a la mitad de la dote.
Entre los nobles y caballeros, la exclusión de las hijas de la herencia paterna, dio a la dote el valor de anticipo de la herencia legítima, y esto fue acompañado paradójicamente por la pérdida de preeminencia de la mujer en el grupo familiar originario y en el nuevo agregado doméstico. Entre las clases subalternas, el refuerzo del vínculo conyugal se contemplara como la única alternativa para tener éxito en las delicadas coyunturas económicas contemporáneas, allí donde las mujeres desempeñan un papel fundamental.
A pesar de las limitaciones legales, las vemos acompañando a los maridos en múltiples operaciones de compra-venta; por su propia cuenta venden propiedades inmobiliarias o la producción de los obradores; firman compañías con el esposo; participan en cargamentos de censales o en el crédito a interés, si son judías, o se afianzan como nodrizas, en casas particulares del patriciado o en los hospitales urbanos.
No debemos olvidar tampoco las consecuencias demográficas del extendido oficio de las nodrizas: mientras que limitaba la natalidad de las familias artesanas y campesinas, permitía hacer más frecuentes los embarazos entre las mujeres de los ciudadanos honrados y caballeros, dando lugar a agregados domésticos más numerosos que los restringidos grupos subalternos y con una progenitura criada y educada en el seno de los albergues del linaje. Con todo, a parte de las consecuencias demográficas, el impacto psicológico ha sido indudablemente relevante. La ausencia de nodriza en la familia del artesano creaba un precoz vínculo entre madre e hijos, más intenso que en la familia aristocrática.
¿Cómo se formaban las «casas» medievales?
Con la adolescencia, o antes, los muchachos de la aristocracia urbana se integraban en los asuntos familiares (a vueltas eran literalmente reclamados, del exilio donde vivían con las nodrizas). Los otros, mientras tanto, eran a menudo empujados fuera del nido para que aprendiesen un oficio, por lo que la adolescencia transcurría más bien junto a los compañeros de trabajo que con los padres. Si bien la disciplina patriarcal que caracterizaba la instrucción aristocrática podía ser rígida y frustrante, era preferible a la de un patrón extraño, las reglas disciplinarias se manifestaban en las condiciones consuetudinarias los contratos de aprendizaje.
Estos años de lejanía familiar, en un ambiente rígido y en una edad emotivamente sensible, reforzaban el recuerdo de la casa donde habían vivido de pequeños, haciendo nacer el deseo de crear una propia. Así, la latente hostilidad hacia los progenitores que lo habían iniciado en el oficio, podía a veces estrechar nuevos lazos con la mujer que había puesto fin al período de aprendizaje, al tiempo que se debilitaban los vínculos con la familia de origen.
Detrás del trabajo artesano y campesino femenino (a veces como tareas insignificantes y nada organizadas) había un objetivo: conseguir ingresos complementarias para llegar a la autosuficiencia de la pequeña empresa sometida a una fuerte presión fiscal, estatal, señorial o municipal, y que debe generar los excedentes destinados a la alimentación, el vestido y el mantenimiento del obrador. La confianza en los maridos, sin embargo, descansa sobre todo en el reconocimiento-mente generalizado de herederas universales, aunque usufructuando los bienes por cuenta de los hijos menores de edad. Por el contrario, también las mujeres arreciaban los lazos del núcleo doméstico cuando nombraban a sus compañeros herederos, albaceas y usufructuarios de los bienes en nombre de los hijos que no han alcanzado la mayoría de edad ni el matrimonio.
Disuelto el vínculo conyugal, la mujer artesana y campesina trataba de poner remedio a su precaria situación contrayendo bien un nuevo matrimonio, previo la expedición de los hijos a través de los «afianzamientos». Su dote recuperada era un atractivo nada despreciable en el mercado matrimonial. En cambio, consideraciones genealógicas y una situación económica tranquila hacían que, en mujeres nobles con hijos, la viudedad constituyera una situación permanente, una forma de vivir socialmente diferenciada y una situación de responsabilidad inesperada. A veces se convertían en jefa del albergue y del linaje que controlaba, siempre en nombre de los hijos, la administración del patrimonio e, incluso, las alianzas matrimoniales. Pero es en el sector financiero donde encontraron su preferido campo de actuación mediante la compra de censales: a la Generalidad, los municipios, los señoríos, a particulares y a otros nobles endeudados hasta el cuello. Una inversión, pues, que tenía poco de especulativo y más de constitución de un seguro de vida.
La identidad familiar
En las grandes ciudades de la Corona de Aragón, sobre todo en Barcelona, Valencia y Mallorca, los hombres, pues, «son» y «hacen» las «casas». La palabra casa designaba, en los siglos XIV-XV, la casa material, la unidad doméstica. Pero también remitía a la representación de un grupo de parentesco agnaticia. La casa designaba entonces el conjunto de los ancestros muertos y los miembros vivos del linaje, de todos aquellos que eran portadores de una misma sangre y de un mismo nombre, que reivindicaban un antepasado común, héroe epónimo del que el grupo había heredado su identidad.
Los hogares estaban hechos por y para los hombres, la perspectiva femenina era menospreciada en un sentido patriarcal. En la época, el parentesco lo determinaban los hombres, y la línea masculina de las genealogías construidas por los contemporáneos muestra la poca atención dedicada a las mujeres después de una o dos generaciones. Para los hombres pasaban los bienes de una generación a otra, transmitidos con celo y, por ello, excluyendo las mujeres siempre que se podía. Las estructuras de la familia, los cuadros de la vida económica, jurídica y política, quedaban bajo el control de los hombres. Sus valores estaban inspirados por un ideal severamente masculino.
Estos comportamientos se reflejaban en la topografía urbana de sus «albergues». Sus palacios cohesionaban e identificaban el grupo familiar, materializado en un apellido y en unas armas específicas. Aunque la división de la herencia sería casi universalmente practicada, sobre todo cuando había hijos varones, la casa central o albergue iba invariablemente a un solo hijo, generalmente el primogénito, y en su defecto a los nietos o los sobrinos. Una práctica, pues, absolutamente distinta de la de los medios artesanos y campesinos, donde la separación topográfica y física era el resultado de la inmigración, del creciente número de oficios y, sobre todo, de la movilidad laboral.
Los grupos patricios formaron sólidas federaciones de carácter más artificial y complejo, al integrar parientes, amigos, parientes y valedores. Unas veces se les reclutaba entre los jóvenes, muchachos que pasaban a instalarse en casa de los jefes de clan y permanecían a su servicio, y también entre gente sin empleo permanente, extraídos del sector más frágil de los artesanos y los obreros. Todos juntos constituían compañías armadas que, a sueldo del clan, vestían los colores de la casa, fortalecían su poder político y militar y representaban una amenaza constante para la paz.
Ellas eran las «responsables» de los episodios de violencia que salpicaban las ciudades de la Corona, transformando una simple «vendetta» familiar en un conflicto que arrastraba a la ciudad entera. No porque estas reyertas fueran provocadas por ellas, sino por cuestiones de honor y de resarcimiento ante la falta al respeto y la honra de estas mujeres, por ser, en realidad, una afrenta al propio varón.
No es extraño que las administraciones urbanas pusieran todos los medios para suprimir al menos los signos más visibles de esta dependencia. En este sentido, los límites que imponen al gasto familiar, por ejemplo a la hora de las ceremonias nupciales, hay que interpretarlos no en términos de ética moral o de reducir el lujo y despilfarro improductivo, sino, como medidas para debilitar los clanes nobiliarios.
La identidad femenina ante los roles de género
Las mujeres eran huéspedes pasajeras de las casas, de estas casas materiales y simbólicas. A ojos de los contemporáneos, sus movimientos en relación a las casas determinaban con más veracidad su personalidad social que no tanto su pertenencia a grupos de linajes. Era por sus «entradas» y sus «salidas» físicas de la «casa» que sus familias de origen o de alianza contabilizaban la contribución de las mujeres a la grandeza de la casa.
El matrimonio que las hacía salir de la casa y del linaje paterno, la viudedad que les era devuelta, este vaivén incesante de esposas entre las casas introducían una real indeterminación en la forma de designarlas: había una referencia masculina y era, pues, por relación a su padre o a su marido, a su hermano o su «amigo», incluso difuntos, que se identificaba una mujer. Las mujeres no eran, dada su movilidad, elementos permanentes del linaje. La memoria que se tenía de ellas era casi inexistente.
La determinación de la identidad femenina dependía de sus movimientos en relación a las «casas» de los hombres. El corolario de la sociedad urbana comprende como dañino para el statu quo la inmovilidad como la soledad femenina. Son los matrimonios honorables los que regulan el tráfico de esposas y el estado normal, garantizando el honor de las mujeres y de las casas.
Toda mujer sola era sospechosa: soltera, no sabría vivir aislada y renunciar a una protección masculina sin caer en el pecado. Y ni siquiera en el monasterio, donde tiene un mayor margen de movimientos, acaba por desaparecer completamente la dependencia, pues se han convertido en «esposas» de Cristo. Lo que a nivel simbólico suponía cierta subyugación, en este caso a la Iglesia y a Cristo, pero a nivel material pudieron las abadesas tener mayor libertad y desarrollar las artes y las ciencias, que de otro modo les estaría cruelmente vetado.
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Interesante artículo.